Thomas Carlyle, quien combina las entonaciones pre- y postrománticas del paradigma, ejemplifica sin embargo otra opción disponible al escritor decimonónico. Moviéndose entre dos perspectivas, es capaz de transmitir tanto el significado como la experiencia de un acontecimiento, algo que concibe como esencial para su propia tarea autoimpuesta como profeta secular.

Tres ilustraciones de Edmund J. Sullivan sobre La Revolución francesa de Carlyle: A la izquierda, Luis XVI. En el medio, D´ Orléans. A la derecha, Lomenie-Brienne. [Pínchese para agrandar la imagen].

En las páginas que abren La Revolución francesa, nos topamos con Luis XVI, el rey holgazán, “nadando pasivamente… hacia cuestiones que veía parcialmente”. Sin visión, sin convicción, se ve a sí mismo intentando hacer “de la incoherencia coherencia”, pero no puede. “La fortuna más ciega le había emplazado en lo más alto: allí se baña, pero se mece con tanta dificultad como con la que el tronco a la deriva bambolea el Atlántico sacudido por el viento y movido por la luna” (primera parte, libro primero, capítulo cuarto). Después está el duque D´Orléans, quien, defendiendo las prerrogativas de la Convención frente a su hermano Luis XVI, “¿podríamos decir que ha soltado sus amarras con la corte? Y ahora, ¿bogará y navegará a la deriva lo suficientemente rápido hacia el caos?” (primera parte, libro tercero, capítulo sexto). A diferencia de D´Orléans, Lomenie-Brienne, el ministro de finanzas que reemplazó a Necker, percibe claramente que está en peligro. Buscando desesperadamente un plan, cualquier plan, para evitar que la economía nacional [191/192] se venga abajo, pregunta a los intelectuales de Francia para que le proporcionen uno:

¿Qué podría hacer un pobre ministro?... Un capitán que se hunde arrojaría por la borda todas las cosas, sus propias bolsas de galletas, el plomo, el diario de a bordo, la brújula y el cuadrante, antes de lanzarse él mismo. Es sobre este principio del hundimiento y sobre el delirio incipiente de la desesperación por lo que explicamos igualmente la “invitación” casi milagrosa “a los pensadores”.

¡Invitamos al caos a fin de que sea tan amable como para construir, a partir de esta tumultuosa madera a la deriva, un arca escapatoria para él! [primera parte, libro tercero, 11. 81].

La invitación a los intelectuales conduce al retorno de los Estados Generales a medida que Francia continúa flotando hacia la libertad, hacia el caos, hacia el diluvio que consigue ahogar a muchos hombres buenos y a muchos, como el mismo Lomenie-Brienne, que no poseen demasiado valor.

Estos ejemplos revelan la complejidad del uso por parte de Carlyle de esta metáfora en La Revolución francesa. Considerado como un individuo, Luis XVI es visto como un hombre decente, esencialmente bueno, que ha naufragado aunque sus fallos han sido pocos o ninguno. Como su padre, mira en dirección hacia el cielo y hacia la tierra, pero sin encontrar ninguna guía; marcha a la deriva y es destruido por fuerzas que sobrepasan su control. Sin embargo, al ser valorado como un rey y como un representante de una aristocracia sin funciones, una clase que en la opinión de Carlyle es una mentira viviente, su naufragio es visto en consecuencia como un castigo. Propio de una obra que combina la historia, la épica, la épica burlesca y el sermón, las perspectivas desde las cuales vemos cómo los hombres y los eventos cambian continuamente, controlando así el modo en el que reaccionamos ante estos paradigmas. Por ello, cuando observamos de cerca a Luis y a Maria Antonieta, simpatizamos con ellos, mientras que cuando los seguimos desde la distancia, desde fuera de su punto de vista, por así decirlo, entonces los juzgamos. A medida que Carlyle nos aleja de sus personajes, nos emplaza también en el centro moral y filosófico de su cosmos, de modo que cuando percibimos los apuros de esta gente, los evaluamos no de acuerdo con sus normas y necesidades, sino de acuerdo con lo que Carlyle asume como lo eterno, comprendiendo en términos más generales que su destrucción es justa e incluso merecida.

Según el uso cristiano tradicional de la situación de crisis, el autor y el lector conjuntamente ven el desastre desde la óptica de la ley divina; en el caso del Romanticismo y del post-Romanticismo, éstos contemplan (o experimentan) las aguas destructoras desde dentro del velero que se hunde, puesto que la existencia de la ley divina está ella misma en duda. El uso complejo e irónico de Carlyle de este paradigma en La Revolución francesa surge del hecho de que aunque se concentra en la situación del naufragio desde dentro, él es capaz finalmente de creer en un orden trascendental que nos permita o exija de nosotros que juzguemos al marinero desde fuera. Sin embargo, a pesar de la moralidad esencial de la fuente del orden eterno de Carlyle, ésta no puede servir como un Dios juez porque no es sólo impersonal sino también ampliamente desconocida. El resultado de esta sofisticada interacción de perspectivas es que por mucho que algunos de los personajes puedan merecer el desastre con el que se encuentran, en cierto momento de la narración, se nos hace ver que este naufragio es algo de lo que no son responsables. La simpatía prevalece.

Dos de las ilustraciones alegóricas de Edmund J. Sullivan sobre La Revolución francesa de Carlyle que capturan su estilo: A la izquierda, La corrupción. A la derecha, Las murallas de Jericó (La caída de la Bastilla). [Pínchese para agrandar la imagen].


Last modified 12 July 2007