[*** = en inglès. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]



“El prejuicio se debió a la leal confusión que el hombre estableció entre el alma y la superficie”.

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n “Una defensa de la cosmética”, Beerbohm transviste la escritura de los sabios seculares en un esfuerzo por ridiculizar el debate decadente de la década de 1890. Sin perpetuar simplemente la tradición de los sabios, Beerbohm utiliza las convenciones de la escritura profética — los actos interpretativos, la creación de una escala de valores— de un modo patentemente autoconsciente. En la Inglaterra de 1890, los Decadentes mantenían que “todo arte, ciertamente, es una forma de artificio” (Beckson, Estetas y Decadentes, 162). Con este credo en la mente, Beerbohm realza su efecto satírico llamando la atención, mediante la parodia, sobre su técnica literaria. Beerbohm propone su “Defensa” mostrando las consecuencias de una filosofía decadente que desafía cualquier relación esencial y necesaria entre las coyunturas históricas particulares (las crisis sociales percibidas) y sus recursos literarios (la escritura de los sabios), entre “el alma y la superficie”. Si todo el arte es artificio y ninguna voz literaria puede ser “el símbolo de ninguna época” (Wilde en Beckson 192), entonces todo lo que queda es la parodia, la paradoja, la equivocación y una especie de relación desapegada y picaresca con lo real. Aunque bebe de las convenciones de la escritura de los sabios, Beerbohm difiere de los profetas originales en su ligazón inconsistente con el texto y en una falta de vehemencia que mana de una oscura implicación personal en la sátira que acomete.

Como los primeros sabios, el hablante de Beerbohm identifica los signos de sus tiempos en el descubrimiento de prácticas sociales que moldea como simbólicas de su época. Tras describir la preocupación recién encontrada de su sociedad por el juego— “la caja de dados”, “el peligro”, “la ruleta”, “el bacará” — el hablante delimita el verdadero símbolo de su era: “el amor por la cosmética… ese otro gran signo de una vida más complicada” (Beckson 49). Posteriormente, establece su signo de los tiempos como prevalente y por tanto legítimo: “No necesitamos sino pasear por cualquier calle de moda y mirar con atención dentro de las berlinas que pasan rápidamente, o (según la frase de Thackeray) bajo el bonete de cualquier mujer con la que nos encontremos para ver con qué amplitud el lápiz de labios gobierna en su reino” (ibíd).

Pero en contraste con los sabios, el hablante concibe su temática (“el amor por la cosmética”) no como un heraldo del derrumbe de la sociedad con respecto a los principios sagrados, sino en su lugar, como un signo de bienvenida del retorno a los valores perdidos, valores que los victorianos y su “santa simplicidad” denigraron: “Los antiguos signos están aquí así como los augurios que advierten al vidente de la vida de que estamos maduros para un nueva época de artificio… [Éste es] un tiempo de alegría y de agradable indulgencia” (48, 50). A diferencia de Thoreau — para quien el asesinato de John Brown significa una sociedad que ha perdido el contacto con sus ideales constitucionales—, el hablante de Beerbohm enaltece el “renacimiento de la cosmética” sobre las “innumerables bendiciones” que promete “despertar”, transformando en “bello lo feo”, eliminando la “confusión leal entre el alma y la superficie”, perfeccionando “la fuerza de las mujeres”, deteniendo la marcha de las mismas hacia el poder político (sic), destruyendo las “antiguas propiedades” crudamente sentimentales “que apuntalan la novela común”, finalizando con “la estación de lo carente de sofisticación”, extrayendo el “aguijón” del matrimonio, y principalmente, haciendo que Inglaterra avance “de un salto y se sitúe en los consejos en la Europa de la estética”. Al identificar un signo del tiempo pero movilizarlo de un modo no tradicional, Beerbohm simultáneamente parodia las técnicas de escritura de los sabios y, al arrebatarle al género literario de los sabios su tradicional contexto histórico, exhibe, en la práctica, las consecuencias de considerar todo el arte como un artificio.

Beerbohm embellece su sátira sobre el debate decadente con una introducción y una conclusión que captura y agita las convenciones de la tradicional escritura de sabios. El tradicional escritor “sagístico” tiene fe en la energía de sus palabras satíricas y escribe como por compulsión moral: en el comienzo de “Una oración para el capitán John Brown”, Thoreau dice que él no “desea imponerte mis pensamientos, aunque yo mismo me siento forzado”, en parte por la necesidad de ser “justo”. En el primer párrafo de “Tráfico”, Ruskin igualmente dice que él “debe hablar de cosas absolutamente diferentes” a aquéllas con las que estaba de acuerdo de antemano, “aunque no de buena gana”. La buena disposición de Ruskin a hablar únicamente de los temas que le “preocupan” y la decisión deliberada de Thoreau de expresarse a sí mismo revela la creencia de estos sabios en su capacidad escrituraria por la reforma. Si no escogieran la temática o la decisión “por imponerte” o no “mis pensamientos”, tendría poca importancia.

Con una desconsideración flagrante ante la vehemencia de sus predecesores, el hablante de Beerbohm comienza “Una defensa de la cosmética” con el obsceno, “Más aún, es inútil protestar”, menoscabando por tanto uno de los principios guía de los sabios seculares. Segando en mayor profundidad, el hablante de Beerbohm descarta con indiferencia la misma razón de ser de los sabios: ninguna “sátira, por muy espléndida y amarga que sea, ha podido modificar mediante un ínfimo título, la tendencia conocida de las cosas”. A diferencia de los sabios seculares que hablan en contra de la sociedad contemporánea para reformarla, el antisabio de Beerbohm se convierte él mismo en un esclavo de su época, insistiendo sobre todo en que “son los tiempos los que pueden perfeccionarnos, y no nosotros a los tiempos; por tanto, asintamos todos sabiamente” (48). Aquí, mientras parodia a los sabios seculares, Beerbohm insinúa una crítica sutil sobre la apatía política procedente de la “escisión del alma y la superficie” propia de los decadentes. Si como Wilde, Vivian sostiene, “el arte nunca expresa nada salvo a sí mismo” (191), entonces, el arte descenderá a la parodia y al pastiche autorreferencial, sin ningún valor material político de la clase que los sabios seculares respaldan.

El hablante de Beerbohm cierra su “Defensa” con una escena orgiástica de salvación que recuerda la temprana escritura de los sabios seculares decimonónicos, aunque espolvorea su descripción con pedacitos grotescamente irónicos que terminan por debilitar su mensaje final. Los sabios seculares ingleses de comienzos del siglo XIX solían iniciar sus tratados con un tono de iracunda desesperación y culminar con una promesa de dicha celestial para que la sociedad evitara alguna crisis inminente. Por ejemplo, Carlyle concluye su ataque a la mecanización en “Características” con una promesa sublime del ilimitado potencial humano:

Por detrás de nosotros, por detrás de cada uno de nosotros, descansan seis mil años de esfuerzo humano, de conquistas humanas: delante de nosotros se encuentra el tiempo infinito con sus continentes y muchos El Dorado aún por crear y por conquistar, que nosotros, incluso nosotros, hemos de domeñar, de crear; y desde el seno de la eternidad brillan para nosotros estrellas celestiales que nos guían (61-62).

En el cierre de “Una defensa de la cosmética”, el hablante de Beerbohm se mofa de esta clase de charlatanería autoritaria con una descripción de la salvación gracias al lápiz de labios que se desmorona a medida que lo su descripción avanza:

Los blancos acantilados de Albión se enraizarán para empolvarse de belleza, y el fantasma de más de una pequeña violeta los perfumará. Los plumosos patos de flojel que nadan alrededor del estanque perderán sus plumas, y el soplo de polvo llegará a parecerse a la luna cuando pase por el rostro encantador de la belleza. Incluso los camellos devendrán ministros del placer, cediendo su pelo en numerosos penachos para que los colores de su cajita de pinturas lo manchen, y a través de sus pómulos, la pata de la ágil liebre volará como antaño. Derramaremos la sangre de las moras cuando nos lo pida… ¡El artificio, el más dulce de los exilios, ha llegado a su reino! ¡Dancemos para darle la bienvenida! (62-3).

Aunque su apuesta personal en la cuestión es opaca, el hablante de Beerbohm llama la atención sobre la relación potencialmente cruel entre los productos de cosmética y el mundo natural, ilustrando con ello metafóricamente los sacrificios naturales que el artificio exige. Aunque no sea por otra razón que la de desenterrar una contradicción para someterla a consideración intelectual, el hablante sugiere que no se puede desconectar el artificio de lo real, la “superficie” del “alma”, de ningún modo sencillo.

Debido a la posición pícaramente insincera de Beerbohm dentro del texto, le cuesta sobremanera imitar la convención de la cultura propia de la escritura de los sabios seculares o la creación de la credibilidad. (Beerbohm no persuadió ciertamente a sus críticos contemporáneos sobre su maestría interpretativa). Los escritores sagísticos seculares tradicionales construyeron la escala de valores estableciendo una red coherente de definiciones e interpretaciones que en cierto modo condujo en su totalidad y de modo retrospectivo hacia las creencias de un autor supuestamente racional y consecuente. La implicación personal de Beerbohm en “Una defensa de la cosmética” no es clara: podría estar atacando el culto del artificio de los decadentes; podría estar burlándose de la pretensión de aquéllos que argumentan en contra del artificio; podría estar sacando a la luz paradojas y contradicciones de la plataforma de los decadentes como un ejercicio académico de autoindulgencia; podría estar mofándose de la pereza intelectual que la creencia en el artificio fomenta. Desde esta posición de inestabilidad autorial, Beerbohm sólo puede cultivar la cultura mostrando su (de él) sofisticación y habilidad para manipular los códigos y convenciones de la escritura tradicional de los sabios seculares. Beerbohm crea una especie de cultura que transciende su nivel parodiando los modos en los que los sabios antes que él fundaron dicha cultura: las citas de la poesía latina, la capitalización de los ideales (“Artificio”, “Pueblos”), el uso de definiciones (“El drama es la representación del alma en acción”), la llamada a la historia (“Arquígenes, un hombre de ciencia de la corte de Cleopatra, y Critón de la corte del emperador Trajano”), la muestra de un conocimiento especializado (“Tan variado en sus materiales desde el stimmis, el psimythium y el fuligo hasta el bismuto y el arsénico”).


Modificado por última vez en 1992; traducido el 21 de noviembre de 2012