decorated initial F

ederico el grande, como Carlyle, se encuentra dividido entre el acatamiento de la ley ordenada por su padre natural, Friedrich Wilhelm, y el deseo por perseguir el interés del arte y la literatura validado por su padre espiritual, Voltaire. De modo que la tríada de hijo, padre y padrino (Carlyle, James Carlyle, y Goethe), se convierte esta vez en Federico, Friedrich Wilhelm, y Voltaire. Como todos los hijos, Carlyle y Federico buscan convertirse ellos mismos en autoridades paternales. Carlyle, a quien se ha prohibido asumir la autoridad de James Carlyle, ha intentado obtener la autoridad literaria de Goethe. Pero, puesto que su lealtad hacia la literatura fue también una rebelión en contra de la autoridad de su padre, constantemente la socavó. La imposibilidad de lograr la autoridad paterna mediante la escritura, manifestada en su insistencia en Panfletos de nuestros días y La vida de John Sterling de que el hombre de letras está excluido de la acción política, le condujo a proyectarse en la figura de Federico, cuyo padre le fuerza a abandonar su deseo por escribir para llevar una vida de acción militar.

Carlyle atribuye a Friedrich Wilhelm las mismas características que había atribuido a su progenitor en la “Reminiscencia de James Carlyle”, [151/152] siendo la “autoridad inflexible” de su padre la “autoridad incuestionable” de Frederick Wilhelm (FG, 1: 348). Friedrich Wilhelm posee la misma combinación de cualidades (“simplicidad”, preferencia por el silencio, desprecio por el arte y la especulación) que hicieron de James Carlyle un creyente inconsciente. La simplicidad rústica de Friedrich Wilhelm se manifiesta en su amor por el “hiperbóreo espartano” que busca refugio en Wusterhausen y que prefiere sus palacios en Potsdam y Berlín. Desdeñando la conversación, disfruta con “Tabagies” (“parlamentos de tabaco”, y no parlamentos donde se redactan los discursos), consistentes sobre todo en fumar silenciosamente. Finalmente, desconfía de la literatura y la especulación, transformando a Jakob Gundling, su único cortesano literario, en un “bobo de la corte” y desterrando al filósofo Christian Wolff de sus dominios (2: 80-93). Es como James Carlyle, un hombre de acción, un constructor o “Edil”. Además de la comparación implícita en Federico el grande, Carlyle explícitamente comparó a James Carlyle con Friedrich Wilhelm en las Reminiscencias de 1866 (333). El hecho de que concibiera la figura de Friedrich Wilhelm en términos de la personalidad de su propio padre explica cómo pudo escribir tan favorablemente sobre un personaje a quien otros consideraban un bárbaro.

Como Carlyle, Frederick nace en un mundo que contiene no sólo el idilio rústico de Wusterhausen, sino la cultura francesa que su padre había intentado desterrar de Brandenburgo cuando subió al trono (1: 334ff). En consecuencia, la narración de Federico el grande se desarrolla en función de una dialéctica entre la cultura alemana, identificada con Friedrich Wilhelm, y la cultura francesa, identificada con Voltaire y los filósofos: entre la masculinidad (el “centro” de la cultura alemana es “Papá”) y la feminidad (la madre y la hermana de Federico son francófilas), entre la ortodoxia luterana y la heterodoxia de pensamiento libre, los espartanos y los atenienses, lo “sólido” y lo “no sólido” (1: 31, 34, 385). El “espíritu orgulloso” del joven Federico entra inevitablemente en conflicto con las “leyes de hierro” de su padre, y aunque Friedrich Wilhelm piensa “este Fritz debería modelarse a sí mismo según el patrón de su padre… no puede ser. Es la nueva generación que ha llegado… Una controversia perenne en la vida humana, coetánea con las genealogías de hombres” (1: 427). Como Teufelsdröckh y John Sterling, el potro “bravo, joven y árabe” Federico, “rompe el arnés” y rebelándose contra la disciplina militar “aprisionadora” de su padre, desenmaraña su pelo “como una cacatúa, el absurdo dandi francés, en vez de adaptarse a la regulación del ejército” y se da a los “versos, los libros de relatos y a tocar la flauta” (3: 11, 2:i8q, 1: 422). Como Carlyle, se vuelve hereje y desarrolla dispepsia, el correlativo físico de la condición moderna de la duda (véase también Adrian). Cuando Friedrich Wilhelm descubre a su hijo tocando música “ilegalmente” y llevando ropas francesas, saca a la fuerza textos latinos “de contrabando”, prohíbe los “libros franceses ilícitos” y trasquila “despiadadamente” los rizos de cacatúa de su hijo (2: 188, 1: 422). Incapaz de [152/153] soportar más las flagelaciones que su padre le depara cuando descubre estas prácticas “afeminadas”, Federico intenta huir de Prusia (1: 393). Friedrich Wilhelm desenmascara la conspiración, ejecuta al amigo íntimo de Federico, Hans Hermann von Katte por traición y sólo absuelve a su hijo del mismo destino cuando éste le promete “abandonar sus literaturas francesas y sus costumbres perniciosas, de una vez por todas” (2: 352). El intento de Federico por escapar de Prusia es su “eterno No”. Igual que el remordimiento de Sterling ante la muerte de Boyle durante la rebelión española conduce a una conversión religiosa, así Federico logra un “eterno Sí” tras presenciar la ejecución de Katte. Ahora aprende a “amar a su rudo padre” y antes de que transcurra mucho tiempo, está ejecutando sus deberes como “el segundo ser de Papá” (3: 29, 150).

Sin embargo, la represión de Friedrich Wilhelm sólo consigue que el ser literario o “francés” de Federico surja con mayor fuerza si cabe. Federico obtiene una residencia privada en Reinsberg donde es libre para perseguir sus divertimentos artísticos y es en este periodo de su vida cuando por primera vez establece una correspondencia con su nuevo “padre intelectual”, Voltaire (5: 271). Igual que Carlyle había considerado a Goethe y a los alemanes como al nuevo sacerdocio y a los autores de la nueva liturgia, así Federico estima a Voltaire como “predicador, profeta, y sacerdote”, el portador del “nuevo Evangelio” (3: 193, 192). Aunque Federico obedece externamente a su padre, no ha aceptado realmente sus creencias, y en sus relaciones con Friedrich Wilhelm se vuelve “calculador, reticente… y sincero a medias” (2: 373). Finge, por ejemplo, disgustarle la mujer que Friedrich Wilhelm ha elegido para que se case con él de modo que pueda parecer mucho más sumiso cuando la acepte. Debido a que Federico se subordina al poder superior pero no a la creencia superior de Friedrich Wilhelm, la conclusión de la primera mitad de la historia (first half of the history) no resuelve definitivamente el conflicto entre el padre y el hijo sino que más bien polariza los “elementos” conflictivos alemanes y franceses en el albergue de caza de Wusterhausen y en los proyectos de arte de Reinsberg.

Cuando Federico sube al trono en la segunda mitad de la historia, sus contemporáneos se preguntan justificadamente si será de hecho un segundo Friedrich Wilhelm o si reinará como un rey-filósofo ilustrado. Una vez que su padre fallece y la compulsión física desaparece (compulsion disappears), parecería que es libre para cumplir sus propios deseos. Realmente, aunque sorprende a sus coetáneos aumentando su ejército, se dedica inicialmente a las artes como homenaje a las “Musas”. Pero la segunda parte de la historia demostrará que la autoridad de Friedrich Wilhelm fue algo más que una simple fuerza o poder, que él sigue siendo “el último y supremo intérprete, y el gran códice vivo de las leyes” [153/154] y que éstas tienen la autoridad de las “Leyes de este universo” (2: 72, 119; véase 1: 340, 434, 2: 72, 326). Federico no puede obtener la autoridad mediante la rebelión sino sólo mediante la sumisión a la ley tal y como fue establecida por su padre. Hacia finales del primer año de su reinado, está en guerra y comienza a descubrir que “Bellona será su compañera durante muchos años a partir de ese momento, en vez de Minerva y las Musas como había estado anticipando” (3: 413). Carlyle insiste mucho sobre este punto, repitiéndolo varias veces: “No las pacíficas magnanimidades, sino las beligerantes son las que Federico nombró… a partir de entonces”; la guerra es su “elemento inexorable”, mientras que la “Paz y las Musas” le son denegadas (5: 196). Carlyle modeló su representación de la vida de Federico para enfatizar la victoria de Bellona sobre las Musas. Mientras el setenta por ciento de los cuatro volúmenes finales (ocho de los once libros) personifican las guerras de Federico, el periodo de las guerras sólo ocupa el veintisiete por ciento del tiempo histórico cubierto. Carlyle condensa los diez años de paz entre las Guerras silesianas y la Guerra de los siete años junto con los últimos veintitrés años de la vida de Federico en un libro. De hecho, Federico, que batalla en tres guerras fundamentales, sobrepasa a su padre que sólo luchó en una, convirtiéndose en el proceso en alguien más parecido a Friedrich Wilhelm que en el mismo Friedrich Wilhelm.

Pero, mientras la primera guerra de Federico le enseña el valor de las virtudes de su padre (él gana, no gracias a sus esfuerzos, sino porque ha heredado de su padre un ejército bien preparado), todavía no ha aprendido las limitaciones de las artes y aún se aferra a su padre literario, Voltaire. Para describir el triunfo final de la guerra sobre el arte, Carlyle presenta la visita de Voltaire a Berlín en 1750-52 como una tragedia burlesca. Durante los diez años de paz que siguen a las Guerras silesianas, Federico intenta revivir sus proyectos artísticos, en parte convenciendo a Voltaire para que tome residencia en Berlín, pero aunque Federico imagina que aún se puede dedicar a las Musas, su experiencia de la guerra ha imposibilitado ese proyecto. Federico finalmente percibe que mientras ha estado “batallando por su existencia”, Voltaire ha estado creciendo “maravillosamente mediante las 'Farsas de la feria'” y rápidamente se impacienta cuando su padre literario se ve envuelto en una serie de aventuras ridículas que culminan en la controversia de lo “infinitamente pequeño” (5: 267, 348). Este último episodio, que pronto viene a representar la mezquindad de los intelectuales involucrados (no se puede evitar traer a colación el debate liliputiano entre los “Big-endians” y los “Little-endians”), genera el desenlace burlesco y trágico de la visita de Voltaire. Éste podría ganar el debate intelectual, pero, como la cuestión de fondo es el poder, está destinado a perder, puesto que ha cometido el error de atacar a Maupertius, el presidente de la academia real de Federico. La farsa finaliza cuando el rey, que no puede aceptar que se le avergüence de semejante manera, hace que arresten a Voltaire y le obliga a partir de Berlín lleno de deshonra. (Carlyle modela nuevamente su narrativa para restar énfasis al interés de Federico en las artes. Mientras representa a Voltaire buscando problemas en la controversia, Nancy Mitford sugiere que Federico enfrentó realmente a Maupertius y a Voltaire (11-12). Mitford también señala que Carlyle nunca menciona el interés de Federico por el arte rococó de Watteau igual que Friedrich Wilhelm desterró a los cortesanos franceses cuando se hizo cargo del trono. Federico, que ahora se ha convertido verdaderamente en el “segundo ser” de su padre, destierra la frivolidad francesa de Voltaire de su corte (1: 334-35). Carlyle informa de que “Voltaire en Postdam es un fracaso” y que “felizmente”, “el retorno a la Vida de las Musas” es “extremadamente decepcionante” (5: 380, 205).

En Federico el grande, el hombre literario se convierte en el opuesto de [154/155] lo que ha sido en los escritos de Carlyle durante la década de 1830. Mientras que el padre literario de Carlyle, Goethe, ha vuelto a capturar lo trascendental, el padre literario de Sterling, Coleridge, produce sólo una luz de luna trascendental, y el padre literario de Federico, Voltaire, es un escéptico que pertenece a la “República anárquica… de las letras”, y que convierte lo trascendental en inaccesible (4: 396; véase 1: 11, 270, 8: 217-18). En su retrato de Voltaire, Carlyle invierte sus representaciones anteriores de la creatividad autorial. Mientras que Teufelsdröckh se convertiría en un autor como Goethe cuya Palingenesia provocaría el renacimiento de la sociedad como el ave fénix, Voltaire es un “Fénix duchado”; en vez de cumplir ideales, desencadena la anarquía de la revolución, el “Voltairismo materializado” (5: 294, 3: 177). En otro pasaje, el estilo de Carlyle sugiere igualmente que Voltaire es un Dante invertido. Igual que La divina comedia “pertenece a diez siglos cristianos, sólo el final de los mismos pertenece a Dante”, y la “Teoría del universo” del siglo XVIII “no es propiamente creación de Voltaire, sino que él únicamente la articuló y la publicó” (HHW, 98; FG, 3: 193). Mientras que Carlyle retrató a los alemanes como transmisores de un nuevo espíritu religioso, describe la “espiritualidad” de Voltaire como un mero ingenio (espíritu), y a sus escritos como “Gundlingiana”, las payasadas de un bufón de la corte (3: 177, 8: 218).

Cuando Federico expulsa a Voltaire, finalmente reconoce que su “especie de alma hábil, valiente, brillante como el acero… es muy probablemente la de un rey… no la de un poeta” (3: 238). Excepto como documentos históricos, sus escritos han perdido todo el interés; Federico emerge como un héroe precisamente porque es el único hombre de acción en una “era de escritura” (i: 11). No es imitando a Voltaire, el autor de las farsas, por lo que Federico se convierte en el “Padre Fritz”, sino imitando a Friedrich Wilhelm, uno de los “autores de Prusia” (4: 366).

Con la figura de Federico el grande, Carlyle completa su visión del autor como creador de un nuevo paraíso en la imagen del Dios del Génesis. El primer proyecto de Carlyle que trató sobre Federico (la traducción de un texto que describía el interés de Federico en drenar pantanos y en los beneficios que obtenía con ello) fue una extensión de su creciente obsesión por la reclamación de la tierra (véase NL, 2: 141). En Federico el grande, donde Carlyle procedió a representar a Federico como al autor de Prusia, Federico hereda la autoridad para crear dicho país a partir de los “padres” que, desde el año 928 hasta la subida al trono de Friedrich Wilhelm en 1713, comenzaron el proceso de separar la tierra y el agua “en dos firmamentos” con la expansión territorial de Brandenburgo mediante la guerra, la compra, la colonización y la reclamación de territorios (2: 5 1; véase 1: 78, 96, 131, 176, 250, 293, 309, 341, 3: 313, 4: 47, 5: 308, 8: 254, 305, 306).

La batalla, tanto literal como figurada, es la principal metáfora de Carlyle para el trabajo creativo de la nación prusiana. Mientras que las guerras del siglo XVIII son por otra parte indicativas de las tendencias “anárquicas”, las batallas de Federico, como las de sus ancestros, son “luchas con tendencia [155/156]… a la anarquía” que, como sus proyectos de reclamación de la geografía, hacen que la tierra se destine al uso humano (1: 72). Sus guerras no sólo persiguen suprimir “las guerras empedernidas e inefectivas” de la época, sino generar un orden mediante la adquisición de tierras que constituya un nuevo Estado prusiano. Esto, por lo menos parcialmente, justifica la atención detallada que Carlyle consagra a los detalles geográficos sobre las batallas de Federico. Realizó un viaje a Alemania exclusivamente para examinar los doce enclaves donde habían acontecido las principales contiendas, y en la historia proporciona narrativas y mapas circunstanciados sobre las posiciones y maniobras del enemigo, indicando la relación específica de las batallas con la estructura física de la tierra (véase Brooks). La creación de una cultura ya no supone para Carlyle un tema de “espiritualidad”, puesto que el ideal se ha asociado con Voltaire y Gundlingiana. Por el contrario, es una cuestión de fuerza física, de entrenamiento militar, trabajo forzado y producción agrícola.

* * * * * *

Sin embargo, mientras Federico engendra una nación épica, Carlyle fracasa, tal y como reconoce desde el principio, en “desencarcelar” la “épica encarcelada” de Federico el grande para que pudiera transformar la anarquía de su propia era, igual que éste, por lo menos temporalmente, transmutó Alemania durante el siglo XVIII (1: 17). Carlyle, con sesenta años cuando se puso en marcha con la historia, admitió que Federico el grande fue el “último de su especie”, la postrera búsqueda de la clausura épica (Marrs, 719; véase Kaplan, 397). Esta búsqueda extendió el proceso de la escritura de la historia mucho más allá de sus expectativas, pero nunca le llevó ante la terminación que deseaba.

Mientras que en La Revolución francesa, Carlyle había escrito la historia épica de un pueblo que no pudo componer un mito épico, en Federico el grande dio autoría a una historia no-épica sobre la creación de una nación épica. Los siguientes pasajes, cada uno representando la extensión del rumor, ilustran las diferencias entre las dos historias:

Sin embargo, el suburbio vecino San-Antonio no se limita a ser un espectador [sobre la reparación del castillo de Vincennes]: San-Antonio, para quien estas torrecillas puntiagudas y mazmorras sombrías, todas ellas demasiado cerca de su propia morada tenebrosa, constituyen en sí mismas una ofensa. ¿No era Vincennes una especie de Bastilla menor? El gran Diderot y los filósofos han permanecido aquí en prisión durante largo tiempo; el gran Mirabeau, como un desastroso eclipse, durante cuarenta y dos meses. Y ahora que la antigua Bastilla se ha convertido en una sala de baile (si alguno tuviera la alegría de bailar) y que sus piedras se están utilizando para construir el puente Luis XVI, ¿esta Bastilla menor y comparativamente insignificante [156/157], flanqueada por parteluces recientemente tallados, extiende sus tiránicas alas amenazando el patriotismo? Un nuevo espacio para los prisioneros, pero ¿qué prisioneros? ¿Un D´Orléans con los principales patriotas en la punta de la izquierda? Se dice que existe allí “un pasadizo subterráneo” que atraviesa todo el camino desde las Tullerías hasta allá. ¿Quién sabe? París, minada de canteras y de catacumbas, cuelga maravillosamente sobre el abismo En cierta ocasión, París estuvo a punto de ser volada con pólvora, mas cuando nos acercamos a mirar, ésta había sido retirada. Unas Tullerías, vendidas a Austria y a Cobleritz, no deberían tener un pasaje subterráneo. Del cual no podría ni Cobleritz o Austria salir una mañana, y con un cañón de largo alcance, 'explosionar', ¡hacer tronar un San-Antonio patriótico y reducirlo al fuego lento y a la ruina! (FR, 2: 128-29; primer ejemplo de énfasis añadido).

En Berlín, desde el martes 31 de mayo de 1740, día de la muerte del difunto rey [Frederick Wilhelm] hasta el jueves siguiente, el correo se paralizó y los portones se cerraron…

Vagamente y por todas partes, se ha extendido en el exterior la noción de que este joven monarca demostrará su importancia. Por fin en este país, ha subido al trono un amante de la filosofía, de modo que según lo que piensan los editores impulsivos y la perezosa humanidad, se esperan grandes filantropías y magnanimidades. Observamos que los editores incautos de Inglaterra y de otras partes se apresuran a creer que Friedrich no sólo ha ahuyentado a los Gigantes de Postdam, sino que pretende “reducir el ejército prusiano a la mitad” o algo parecido, para tranquilidad (calma temporal que esperamos sea duradera) de los partidos implicados, así como buscar la emancipación, el agua de rosas política y la amistad con la humanidad, tal y como ahora la denominamos (FG, 3: 278-79).

Dado que la épica representa lo que el pueblo cree, La Revolución francesa fusiona el pasado y el presente, el lector y la historia. Ya en las Cartas y discursos de Oliver Cromwell, el pasado y el presente se separan del pasado de las cartas y los discursos de grandes caracteres de Cromwell y del presente de la narrativa con trazos pequeños de Carlyle. En Federico el grande, el lector y el narrador se ven radicalmente escindidos del pasado narrado. Ambos pasajes más arriba utilizan el tiempo presente, pero el pasaje de La Revolución francesa comienza inmediatamente en el tiempo presente del narrador, de los lectores y de los actores históricos que son contemporáneos, mientras que el pasaje de Federico (característico de la última obra) comienza en tiempo pasado, una práctica que contextualiza el acontecimiento como una porción del pasado que no mantiene ningún contacto con el presente.

Federico el grande sigue también las Cartas y discursos de Oliver Cromwell en cuanto al abandono del uso del discurso dramático que une al narrador y a los actores históricos en la primera persona del plural “nosotros”. El pasaje procedente de [157/158] La Revolución francesa, como los debatidos en el capítulo tercero, representa un discurso polifónico que captura la paranoia, la hipérbole y el rumor fantasioso de San-Antonio. El fragmento de Federico el grande, por contraste, no dramatiza las opiniones conflictivas, sino que distingue al narrador y a la audiencia histórica. Hay dos “nosotros”, “nosotros” que propagamos los rumores en el pasado, y “nosotros” que “ahora catalogamos” las ideas mediante nombres diferentes. Este último agrupa al narrador y al lector en una era separada de la de Federico y sus contemporáneos, y el narrador se distancia más de sí mismo mediante la ironía, designando las ideas del hablante como “impulsiva” y “perezosa” “agua de rosas política”.

Finalmente, Federico el grande falla como épica porque, como Cartas y discursos de Oliver Cromwell, no se somete al significado simbólico. Aunque el conflicto temático entre el padre y el hijo, el arte y la guerra, proporciona una estructura simbólica para la historia, este patrón permanece en el fondo, oscurecido por un bosque de detalles. Como en Cromwell, la estructura de la historia se ve reducida a una mera cronología, y los títulos de los capítulos “Fenómenos de la subida al trono”, “En Reinsberg, 1736-1740”, “El príncipe coronado marcha a la campaña del Rin”, “La batalla de Kunersdorf”, se refieren a las fechas y hechos más que a las acciones simbólicas. El tipo de episodio y anécdota míticos que revelan el significado de La Revolución francesa resultan con gran frecuencia carecer de significado en Federico el grande o, como en el caso de la historia de Jenny Geddes en Cartas y discursos de Oliver Cromwell, sin fundamento histórico. Mientras que una anécdota como la historia de “Margarita con la boca de la bolsa” podría en La Revolución francesa haber suministrado algún vislumbre sobre los sucesos, Carlyle lo relata aquí meramente “en aras del nombre de la novia”, y mientras los mitos populares que han surgido alrededor de la figura de Federico podrían ser “la épica que no pudieron escribir sobre él”, con mucha asiduidad, Carlyle desacredita estas anécdotas en vez de desvelar su potencial épico (1: 135, 6: 305). El patrón se puede encontrar más claramente en sus dos narrativas sobre “el famoso mundo '¡Muramos por nuestro rey, María Teresa!'”. Narra en primer lugar la versión “poética” y parcialmente “mística”, una “escena heroica muy hermosa” en la que la nobleza húngara responde a las peticiones de ayuda de María Teresa con un juramento caballeresco para morir por la reina. Posteriormente, él desacredita la primera versión con una exégesis en “prosa” en la que los barones disputan sobre los términos de la confirmación de sus derechos constitucionales antes de jurar lealtad a la reina (4: 259-62). Al incluir ambas versiones, Carlyle intenta mostrar el hecho de dos modos, pero privilegia claramente la versión desenmascaradora final, siendo la prosa la que desplaza el mito y el simbolismo poético. Mientras que en una ocasión ya había [158/159] utilizado la palabra “mito” como sinónimo de “épica” para significar las creencias genuinas de una cultura, “mítico” viene ahora a denotar simplemente una historia que no es verdadera (e.g., 4: 261, 7: 324, 373, 8: 7). Otro ejemplo es un “fragmento” anecdótico “sobre la caballería moderna” realizado en la batalla de Fontenoy que ha estado “circulando alrededor del mundo… durante un siglo”. Carlyle descubre un “breve documento incuestionable” demostrando que la verdad es “la contraria” y concluye con que la historia, que no pertenece al pueblo sino a los franceses literarios, es un producto de las “del desorden de las habitaciones francesas” (5: 98-100).

Puesto que Carlyle concibe la épica como un mito cerrado y totalizador, especialmente en este punto de su carrera, la imposibilidad de lograr la auténtica clausura significa también la imposibilidad de la épica. Federico el grande busca la finalización omniabarcante reemplazando las múltiples voces de la historia, una pluralidad de facciones disidentes que malogra la consumación con una multiplicidad de narradores y de narrativas. Carlyle se fractura como astillas en personajes que representan los diferentes aspectos del historiador Dryasdust de Scott, Smelfungus de Smollett, el señor Rigmarole, el esteta Sauerteig (y su manifiesto estético, el Springwurzeln), y Diógenes Teufelsdröckh, así como las diferentes etapas de la composición histórica, un “predecesor” del narrador principal, un “turista” que ha visitado los enclaves de las batallas de Federico, un amigo satírico del narrador, un escritor cuyos cuadernos de notas ha recibido el narrador, el narrador de un extracto procedente de un embrollo de manuscritos, y el editor de la historia. Mediante la incorporación de un representante de cada fase de la interpretación y composición histórica, Carlyle parecería estar creando una totalidad, una historia que abarca cada aspecto del pasado. Sin embargo, los diferentes estadios del proceso de la escritura de la historia, especialmente las diferentes perspectivas históricas, no parecen sumarse a un todo sino que más bien producen un sentido de fragmentación.

El deseo de Carlyle por lograr la totalidad casi le imposibilita decidir cómo usar sus fuentes históricas, qué incluir o qué excluir. En La Revolución francesa, reveló el significado latente en los documentos históricos transformándolos en diálogos y en debates. En Federico el grande, no ejecuta este tipo de mutación sobre los documentos históricos, sino que por el contrario los cita simple y ampliamente como si fuera incapaz de descubrir su denotación subyacente. Además, dado que no puede decidir qué episodios son significativos y cuáles no, parece sentirse obligado a incluirlos todos. La última tendencia es especialmente aparente en la práctica de transcribir largos pasajes en letra pequeña y el uso de múltiples narrativas paralelas que representan acciones históricas simultáneas. Los pasajes en letra pequeña, que incluyen citas directas de documentos como los justamente comentados junto con narrativas tangenciales al relato principal y re-narraciones de materiales extensamente detallados y ya relatados, justifican aproximadamente una quinta parte del texto (Peckham, 205-6). Las narrativas tangenciales, como las historias de Margarita [159/160] con la boca de la bolsa o del padre de Laurence Sterne durante el asedio de Gibraltar, no nos dicen demasiado sobre Federico o su época, pero Carlyle las anexa porque no sabe cómo discernir lo relevante de lo meramente interesante. Concretamente indicativos de la incertidumbre de Carlyle sobre si ha transformado con éxito su material en una historia significativa son aquellos pasajes que simplemente repiten y amplifican la narrativa precedente, como si estuviera intentando descubrir la segunda vez lo que ha perdido durante la primera. En vez de tranquilizar al lector de que la narrativa ahora está completa, tales amplificaciones, al demostrar lo inadecuado de la narrativa anterior, sugieren la posibilidad de una narrativa aún más completa que pueda a su vez desplazar a la última, convirtiéndose todo el proceso en una regresión infinita en la que una narración disloca otra en un intento necesariamente fallido por conquistar la totalidad.

El deseo de Carlyle por el cierre totalizador estuvo enfrentado con su deseo por la clausura como el logro del resto. Esto último le condujo a predecir casi tan pronto como comenzó a escribir que completaría rápidamente el trabajo, mientras que lo primero le llevó a expandir el libro hasta duplicar la longitud que había pretendido originalmente (sobre cuatro mil páginas en seis volúmenes) y a no cumplir la fecha tope de entrega tras auto-imponerse otra fecha desde 1856, justo un año después de que comenzara a escribir (began writing) hasta 1864 cuando aún le quedaba un año para concluir. Como si desesperadamente intentara controlar el impulso por hacer digresiones y repeticiones, reiteradamente asevera que está omitiendo y abreviando material, dando al lector la impresión de que el libro podría ser mucho más largo de lo que ya es (e.g., 1: 112, 132, 395, 2: 223, 4: 27, 28, 38, 50, 55, 103, 7: 279, 8: 181). No obstante, todo este trabajo no fue suficiente para “mantener su corazón en reposo”; aún inquieto tras un largo día de escritura, sintió la necesidad de buscar alivio cabalgando (LL, 1: 182). Las extrañas cuatro mil páginas de Federico el grande son correlativas a las treinta mil millas que cabalgó mientras las redactaba (Rem., 133).

El deseo de Carlyle por finalizar la escritura de Federico y el impulso hacia la expansión que le impidió triunfar alimentaron sus inquietudes hasta tal punto que “comenzó a tener una aprehensión de que nunca acabaría su triste libro sobre Federico, y que por el contrario sería éste quien acabaría con él” (LM, 2: 159). Frases como “si vivo para salir de este apuro prusiano” y “si vivo para terminarlo” ocurren con frecuencia en su correspondencia (Spedding, 759; RWE, 496; Marrs, 719). Comparó asimismo la escritura de Federico el grande con estar “asfixiado”, “casi acabado”, y “casi muerto” (RWE, 526; Marrs, 740-41; RWE, 551; véase LL, 2: 188, 247-48; Duffy, 578; Spedding, 760). Si la composición de Federico el grande estaba matándolo, el impulso que prolongó el proceso hasta tal longitud ha de considerarse como suicida. Cuando Federico, rodeado por un “mundo de enemigos”, se lanza suicidamente a la batalla, Carlyle argumenta que no es una cuestión de “vomitar la propia existencia mediante el modo débil y enfermo del suicidio [160/161], sino muy por el contrario, de morir si es necesario, como parece demasiado probable, en el espasmo más supremo de la batalla” (6: 223, 253; véase 249, 7: 298). Al escribir Federico el grande, quien en ocasiones habló favorablemente del suicidio, se lanzó igualmente a un trabajo que le permitiría perder la conciencia de sí mismo durante el curso de la ejecución de algo como un deber público (Kaplan, 505).

Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo que depositó en ello, nunca tuvo incluso la certidumbre de que mereciera la pena escribir Federico (NL, 2: 142, 149; LL, 2:139-40; RWE, 501, 505-6). ¿Fue Federico una reencarnación de Friedrich Wilhelm o la encarnación de una época que “no guarda nada grandioso en ella, excepto aquel grandioso suicidio universal llamado Revolución francesa?”, ¿fue él, como Odín, una gran originador, el “Creador de la monarquía prusiana”, o, como el hombre de letras, un héroe tardío, el “último rey”? (1: 8, 3, 6). Puesto que Friedrich Wilhelm está siempre preparado para la guerra y nunca duda del valor de su cultura marcial, sólo necesita ir a la guerra una vez en toda su vida. Precisamente porque Federico nunca abraza plenamente los valores paternos, no puede completar la batalla de la vida y debe luchar incesantemente en contra de sus enemigos arcaicos. Incluso en la larga era de paz que sigue a la Guerra de los Siete años, no puede descansar satisfactoriamente en Sans Souci, sino que conduce hacia la muerte a sus regimientos industriales trabajando en los proyectos de reclamación de tierras:

Cuando, en el Marshland del Netze, contó más los golpes de las diez mil espadas que los sufrimientos de los trabajadores, enfermos con la fiebre de los pantanos en los hospitales que había construido para ellos; cuando, inquieto, sus demandas superaban la ejecución más veloz, unida a la más profunda reverencia y devoción por su pueblo, un sentimiento de… Y cuando Goethe, él mismo convertido en un hombre anciano, finalizó su último Drama (la segunda parte de Fausto), la figura del anciano rey surgió nuevamente en él y se introdujo dando pisadas en su poema. Y su Fausto se transformó en un Maestro incansable, creador y despiadadamente exigente que forzaba sus drenajes salubres y sus canales fructíferos por medio de las ciénagas de Weichsel (8: 126-27; Carlyle cita su traducción o posiblemente la de Neuberg sobre la traducción fiable de Nuevas imágenes de la vida del pueblo alemán de Gustav Freytag (397-408).

Como Fausto, Federico quiere reclamar la tierra para poder fundar en ella una sociedad ideal, pero el proceso de reclamación de la misma destruye al mismo pueblo que poblaría su utopía.

Carlyle proclama desde el principio de Federico el grande que ha renunciado a los ideales y que “asumirá con la mayor tristeza las realidades estériles [161/162]” por no haber creado una “épica fabulosa” en la que Federico sea invulnerable, sino una “épica sobre la realidad” (1: 17, 7: 234-35). Cuando escribió La Revolución francesa, estaba interesado en “lo que se ha concretado en sí mismo”, en “Cómo los ideales actúan y deberían hacerlo para ajustarse en sí mismos a la realidad” (CL, 7: 24). Ahora el movimiento está en la dirección opuesta, el ideal emerge de lo real, mitos poéticos desplazados por hechos prosaicos. Carlyle quiere argumentar que el arte debe proceder, no del ideal sino de lo real, la batalla de la existencia. En vez de un arte visionario que sofoque la anarquía de la guerra, en “Disparando Niágara” argumentaría que la instrucción militar puede devenir arte, progresando desde “una marcha correcta en línea hasta la danza rítmica en cotillón o minueto” (CME, 5: 42). Una carta de 1856 en la que Carlyle está preocupado hasta el punto de argüir que las tácticas de Federico aún no habían sido perfeccionadas y que Napoleón no había introducido ninguna innovación genuina, sugiere que los relatos detallados de Carlyle sobre las intrincadas maniobras y tácticas militares de Federico pueden justificarse parcialmente por su deseo de ver en ellas el genio verdaderamente artístico de éste (Wilson, 5: 208-9). Apropiadamente, el único trabajo de todos los escritos de Federico que Carlyle estima de algún mérito es su Arte de la guerra¸ (FG, 5: 240).

El proceso de creación del Estado prusiano no implica el intento de materializar un ideal como Sansón había hecho en su monasterio o Cromwell en la Commonwealth. El “Padre Fritz” es un creador impotente que no tiene descendencia propia; tiene el poder de crear un Estado ordenado, pero sus escritos son incapaces de fundar una creencia cultural. Mientras que la creencia de Carlyle en el arte o lo ideal le ha conducido ya a imaginarlo como una fuerza que podría permitir a la sociedad elevarse por encima de la batalla de la existencia, ahora para él, el arte se ha convertido meramente en un refinamiento de la guerra.

 

Modificado por última vez el 26 de octubre de 2001; traducido el 31 de julio de 2012