Estamos tan acostumbrados a dejar que sean los objetos externos los que generen una impresión en nosotros que a menudo sólo lo que su reflejo es capaz de producir se nos escapa al carecer de ayudas visibles, de modo que no estoy seguro de que este único tema sea el que me posea tan completamente, salvo por los montones de cosas fantásticas que vi apiñadas en el almacén de curiosidades del dueño del comercio. Todas ellas, se hallaban apretujadas en mi mente y rodeaban a la muchacha, tornando su naturaleza, por así decirlo, palpable ante mí. — La tienda de antigüedades, capítulo primero.

En La casa desolada, me he detenido deliberadamente en la vertiente romántica de las cosas que nos resultan familiares. — Prefacio de La casa desolada.

La idea general de la historia es lo suficientemente difícil como para exigir la verdad más exacta, el conocimiento más profundo y la habilidad requerida a la hora de colorear totalmente… los discretos y sutiles toques descriptivos que, al convertir la casa de campo y la completud de la escena en algo real, proporcionarían a la gente un aire de realidad (ciertamente deseado), lamentablemente no existen. Cuanto más nos empeñamos en ilustrar la naturaleza apasionada de la heroína, más indispensable se vuelve la atmósfera que acompaña a la verdad, ya que… obligaría al lector a creer en ella. Por su parte, ésta, explotando como los fuegos artificiales sin un entorno adecuado, centellea, da vueltas, zumba y se extingue, sin encender nada. — Carta de Charles Dickens a Emily Jolly. 30 de mayo de 1857.

La ambientación es un componente inseparable del arte narrativo de Dickens y de sus métodos de caracterización. De hecho, se puede decir que la cualidad memorable y duradera de sus novelas se encuentra en su densidad atmosférica, forjada en el resplandor estilístico de la escritura descriptiva. Chesterton creía que era “propio de Dickens el que sus contextos fueran más importantes que sus historias”. Hablando de “la atmósfera de misterio y maldad… que rodea a la señora Clenham, rígida en su silla, o a la anciana Miss Havisham, engalanada irónicamente como una novia”, el mismo crítico concluye que la ambientación eclipsa por completo la historia que en comparación suele decepcionar con bastante frecuencia. La mera enumeración de las grandes escenas dramáticas en Dickens evoca los lugares donde ocurren así como todas las circunstancias vinculadas. Numerosas acciones, que de otro modo parecerían extremadamente melodramáticas, exigen “la suspensión voluntaria de la incredulidad”, debido a la agudeza visual del autor ante los detalles relevantes y a la plasmación tan sumamente tangible de los mismos. Este punto puede ejemplificarse por medio de cualquiera de los pasajes que muestran a los personajes huyendo, una de las estrategias favoritas de Dickens para que sus historias alcancen el clímax. Ejemplos son las divagaciones de Sikes [147/148] tras el asesinato de Nancy, la evasión de Quilp por parte de Nell, la despedida de Carker de Dijon, la huida de David desde Londres a Dover, la desaparición de Lady Dedlock y el viaje de Pip por el Támesis río abajo con Magwitch. Estas pinceladas ligeras pero reveladoras imparten convicción a cada uno de los episodios; como cuando Sikes encuentra un respiro momentáneo de la culpa al haber encendido el fuego, o cuando el fogonero socorre a Nell, los mendigos imploran a Carker, David acecha asustadamente por fuera de la cueva del comerciante de ropa que se asemeja a un ogro, Bucket consulta furtivamente a la policía del Támesis, o cuando el obrero del paso elevado alerta a Pip de la persecución de Compeyson. Forster relaciona a este pasaje de Grandes esperanzas con una anécdota que informa sobre la atención escrupulosa del novelista por la exactitud factual:

Al comienzo de la historia nos hemos encontrado con una escena emocionante sobre la caza y captura del desgraciado hombre en los pantanos, lo cual tiene su paralelismo al final durante la persecución y nueva captura en el río mientras el pobre Pip le está ayudando a bajarse. Para asegurarse del curso real de un bote en tales circunstancias y de los posibles incidentes que esta aventura podría aportar, Dickens alquiló un barquito de vapor por un día desde Blackwall hasta Southend. Ocho o nueve amigos y tres o cuatro miembros de su familia iban a bordo, y parecía que Dickens no tenía ninguna otra ocupación durante ese día veraniego (el 22 de mayo de 1861), excepto disfrutar con todos ellos y entretenerlos con sus miles de caprichos y ocurrencias. Pero su observación insomne estuvo trabajando durante todo el tiempo, y nada procedente de las dos márgenes del río escapó a su aguda visión.

Dickens habitualmente depositaba toda su confianza en la ambientación para transmitir aquellas verdades que las convenciones de la época le prohibían expresar más abiertamente por medio de la narrativa y del diálogo. Gissing observó que “Londres como enclave de misterios y terrores mugrientos, de lo desagradablemente grotesco, de la oscuridad laberíntica y de la fascinación espeluznante, [148/149] ése es el Londres de Dickens…”. Con Oliver Twist, el autor comenzó, en marcada oposición con las tendencias románticas de Harrison Ainsworth y de algunos de los denominados escritores “Newgate”, a inmortalizar el submundo criminal de San Giles y de Saffron Hill en toda su indecible degradación. El prefacio de 1841 explica expresamente su intención:

He leído montones de historias sobre ladrones, compañeros seductores, en su mayoría amigables, impecables en el vestir, con sus bolsillos sonantes, a quienes agradaba la carne de caballo, atrevidos en su porte, afortunados en sus galanterías, espléndidos al cantar, al beber y al jugar con una baraja de cartas o con una caja de dados, y finalmente, estupendos camaradas para los más valientes. Pero nunca, excepto en Hogarth, me había encontrado con su miserable realidad. Me pareció que anudar a tales asociados en el delito como en verdad lo son, que pintarlos en toda su deformidad, en toda su desdicha, en toda la pobreza nauseabunda de sus vidas, y mostrar ciertamente su condición, escondiéndose eterna e intranquilamente por los caminos más sucios del mundo, con el patíbulo enorme, negro y fantasmagórico cerrando su futuro… Me pareció que hacer esto sería emprender algo que era imperiosamente necesario como servicio a la sociedad. Y por lo tanto, yo lo hice asimismo lo mejor que pude… ¿Qué modo de vida es aquel que se describe a lo largo de estas páginas como la existencia diaria de un ladrón? ¿Qué atractivo tiene para los jóvenes con malas inclinaciones, qué encantos para los muchachos más alocados? Aquí no nos topamos con cabalgadas a la luz de la luna, ninguna fiesta alegre en la más confortable de las cavernas posibles, ninguna de las seducciones que ejerce la vestimenta, ni bordados, puntillas, botas altas, abrigos carmesí y chorreras, ni tampoco con la libertad y el valor que se ha infundido a la vida por los caminos desde tiempos inmemoriales. Las calles frías, húmedas, sin cobijo de Londres, las guaridas enmohecidas y apestosas donde los vicios se amontonan y carecen de espacio para escapar, las moradas del hambre y la enfermedad, los harapos raídos que apenas aguantan juntos: ¿qué atractivo tienen todas estas cosas?

Puesto que no fue el evitar ofender las sensibilidades de los lectores por medio del lenguaje y del quehacer de sus ladrones [149/150] y prostitutas por lo que Dickens alcanzó un éxito tan monumental con su determinación de no “mitigar ni uno solo de los agujeros del abrigo de Dodger o de los restos de papel en el pelo desgreñado de Nancy”, este logro debe atribuírsele al poder sugestivo de la ambientación. Dickens sabía que si trazaba el contexto de la historia de un modo lo suficientemente convincente, el resto correría a cargo de la inferencia. Nuevamente, fue Gissing quien percibió lo que tramaba el novelista: “La cuestión que hay que tener en cuenta a la hora de considerar a estos personajes ideales es que, por poco que su discurso y su conducta evoquen lo común, su entorno mundano siempre es retratado con una fidelidad maravillosa”. A menudo, es imposible imaginar a los personajes ajenos a los entornos que parecen haber hilado a su alrededor como si de capullos se tratase. Esto es especialmente aplicable a los grandes excéntricos. Por ejemplo, no podemos imaginar a la señora Jarley sin su caravana, o al capitán Cuttle sin su alférez de navío de madera o a Venus sin su galería atiborrada de horrores. En cambio, con las figuras principales, el contexto se convierte no sólo en un medio para enfatizar la individualidad, sino también para determinar los motivos y los actos. Dickens rivaliza con Balzac en su capacidad para describir las residencias de los personajes, destreza reveladora de sus vidas. Destacan poderosamente Chesney Wold, la casa de la señora Clenham y Satis House, todas ellas en ruinas y cada una el hábitat de una mujer condenada a enterrarse con su oscuro secreto. Las residencias de Dombey, Gradgrind, Merdle, Podsnap, y de los Veneerings, sólo a través de sus características físicas reúnen las cualidades que Dickens reprochaba a sus propietarios. Ellas desvelan la misma ligazón con el bienestar material, evidenciado en las habitaciones sobrecargadas y sin gusto, las comidas exageradamente indigestas, y la rutina rimbombante de aburridos entretenimientos. Sin embargo, cada una posee su personalidad particular, con variaciones según el inquilino. No hay modo de confundir [150/151] al mayordomo primero de Merdle con el químico analítico que preside la mesa de Veneering, debido a la sensibilidad del tipo de esnobismo servil del que hace alarde cada uno, a tono con las pretensiones sociales de la casa en la que se lleva a cabo. En un nivel más profundo de desasosiego, Florence Dombey, Louisa Gradgrind, Amy Dorrit (en Venecia y en Roma), y Georgiana Podsnap padecen una soledad intolerable en aquellos hogares que les parecen extensiones físicas y reales de los diferentes grados de abandono infligidos por sus padres.

Una característica distintiva de las descripciones de Dickens es la fusión imaginativa de lo animado y lo inanimado, como si con ello quisiera implicar que existe una relación recíproca entre los seres y sus entornos.

Debido a la estrecha colaboración entre el escritor y el artista, las ilustraciones de las obras merecen un estudio minucioso como indicios que hablan de la dependencia de Dickens de la respuesta visual de los lectores ante los escenarios. Sus instrucciones constantes a los diversos ilustradores testifican la preocupación del novelista por que las representaciones gráficas de las escenas se ajustaran absolutamente a sus concepciones. Como crítica al boceto inicial que retrata la conversación con la que la señora Corney entretiene a Bumble, escribió a Cruikshank: “He descrito una pequeña tetera en el fuego, un pequeño y negro hervidor sobre la mesa junto con su pequeña bandeja y demás, y una caja de té de latón. También, una mantilla colgando, y un gato con sus cachorros delante del fuego”. Y a Forster le expresó con determinación su desagrado por el enfoque que Hablot Browne había dado a la escena de Dombey e Son: “Estoy verdaderamente molesto con la ilustración de la señora Pipchin y de Paul. ¡La impresión es tan pavorosa y fuera de tono! ¡Por todos los santos! Está toda mal, si nos ceñimos a la construcción más común y literal del texto. En ella, se describe a la señora Pipchin como a una anciana, y el “sillón en miniatura” de Paul se menciona más de una vez. Debería estar sentado en un pequeño sillón en la esquina de la chimenea, mirándola a ella. ¡No puedo expresar el dolor y la vejación que siento ante semejante representación! Habría dado gustosamente cientos de libras por mantener fuera del libro esta ilustración. Nunca podría haberse hecho esa idea de la señora Pipchin si hubiera prestado atención al texto”. Un buen ejemplo de la fidelidad de la línea de texto que acompañaba a la palabra escrita procede del grabado de Browne, realizado para escoltar la descripción de la habitación de la señora Gamp en el capítulo cuarenta y nueve de Martin Chuzzlewit [149/150].

Esta práctica, por supuesto, debe mucho a los cuentos de hadas y al folclore que tradicionalmente asumen un universo animista. El novelista a menudo caricaturiza las excentricidades humorísticas de la apariencia a través de su analogía con los fenómenos físicos. Así, por ejemplo, enfatiza los modales secamente positivos de Gradgrind mediante su “pelo, que se encrespaba en las afueras de su cabeza calva y que una plantación de abetos protegía del viento para permitir que su superficie, toda ella cubierta con montículos similares a la corteza de una empanada de ciruelas, brillara, como si la cabeza apenas tuviera espacio libre para almacenar la dureza de los contenidos guardados dentro”. Por oposición, más especialmente en los escritos tempranos, los objetos son dotados con atributos humanos. La residencia de Gride en Nicholas Nickeleby es personificada en los siguientes términos:

En una antigua casa, deprimentemente oscura y polvorienta que parecía haberse marchitado como su inquilino y haberse vuelto amarilla y arrugada para preservarle de la luz del día, igual que él había atesorado su dinero, vivía Arthur Grid. Viejas sillas y mesas apenas visibles, hechas con piezas de repuesto y totalmente en los huesos, tan duras y frías como los corazones de los misérrimos, estaban ordenadas siguiendo una disposición sombría contra las lúgubres paredes, donde unas luces atenuadas cuya presencia era cada vez más reducida, infundían temor con el fin de salvaguardar los tesoros que encerraban, se tambaleaban, como si tuvieran constantemente pavor y miedo de los ladrones, y se contraían en las oscuras esquinas, para no arrojar ningún tipo de sombras sobre el suelo, de modo que parecían ocultarse y acobardarse para no ser observadas. Un tétrico y alto reloj sobre las escaleras, con unas manos largas y enjutas y un rostro famélico, marcaba los segundos con susurros cautelosos, y cuando daba la hora con sonidos débiles y agudos como la voz de un hombre anciano, traqueteaba como si el hambre le aguijoneara.

Allí no había ningún sofá cercano a la chimenea que invitara al reposo y la comodidad. Sí había en cambio sillas con brazos, cuyas mentes parecían estar intranquilas al recoger tales extremidades sospechosa y tímidamente, como si estuvieran a la defensiva. Otras, eran fantásticamente decaídas y descarnadas, como si se hubieran estirado hasta llegar a su límite y fingieran una mirada de lo más cruel para vigilar todos los rincones que estaban fuera de su vista. Otras, nuevamente, habían derribado a sus vecinas, o se inclinaban sobre la pared buscando un apoyo, un poco ostentosamente como si quisieran llamar la atención de todos los hombres para que dieran testimonio [141/152] de que no merecían la pena. La tenebrosa, cuadrada y desmañada estructura de la cama parecía haber sido construida para albergar pesadillas. Las mohosas colgaduras semejaban gatear a través de los ralos pliegues, susurrándose entre ellas cuando el viento las agitaba para proteger su conocimiento tembloroso sobre los bienes tentadores que se escabullían dentro de los armarios renegridos, cerrados fuertemente con llave.

Como evidencian las expresiones “como si”, “parecía”, “semejaba”, “como”, aquí no hay ninguna pretensión de realismo literal, sino que más bien, la unión de imágenes discrepantes tiende a asociar al viejo avaro con sus posesiones, encargadas de reflejar como un espejo, su personalidad y modo de vida.

En las novelas maduras, Dickens pretendió abandonar el uso de los detalles animistas por un tratamiento más poético de la falacia patética. Cada vez más, retrata el mundo natural como una fuerza que encarna los principios del orden moral, responsables no tanto de plasmar como de juzgar las actividades humanas. En la admirable descripción del paisaje por el que Jonas Chuzzlewit pasa para asesinar a Tigg, Jonas se siente sometido al escrutinio de los árboles, mudo pero firme, parecidos a los “centinelas de Dios”:

Los peces dormitaban en los fríos y brillantes arroyos y ríos; los pájaros dormían encaramados en las ramas de los árboles, mientras las bestias permanecían tranquilas en sus establos y pastos, y las criaturas humanas dormían. Pero, ¿qué ocurría cuando la noche solemne observaba, cuando nunca parpadeaba, cuando su oscuridad no veía nada salvo su propia luz? Los árboles imponentes, la luna y las resplandecientes estrellas, el viento que suavemente se movía, la eclipsada vereda, la vasta y deslumbrante campiña, todos ellos hacían la guardia. Ni una sola de las hojas de hierba o de las vainas de trigo crecía, sino que custodiaba, y cuanto más serenas estaban, más atenta e inconmovible parecía ser la vigilia que ejercían sobre él.

El fulgor del cielo vespertino asume un matiz simbólico, a medida que Riderhood observa los pasos de Eugene Wrayburn [153/154]: “El bote continuó bajo los árboles que se arqueaban y sobre las tranquilas sombras que se reflejaban en las aguas. El barquero, que andaba furtivamente en la orilla opuesta de la corriente, fue tras él. Chispas de luz mostraban a Riderhood en los momentos en los que el bogador zambullía los remos hasta que, incluso cuando miraba todo ociosamente, el sol decayó y el paisaje se tiñó de rojo. Y después dicho color pareció extinguirse y remontar hasta el cielo como hace la sangre, culpablemente derramada”.

En esta conexión de aspectos resultan significativas las connotaciones violentas que con tanta frecuencia anuncian el clímax en las novelas posteriores. Como las tempestades en Julio César, Macbeth y El rey Lear, que también presagian castigos, éstos parecen expresar la revulsión de la naturaleza ante la inhumanidad de los hombres. El pleno alcance de la imaginación pictórica del novelista se despierta en la interpretación intensamente dramática de los disturbios naturales que preludian el ahogamiento de Steerforth, el regreso de Magwitch y las hazañas criminales de Bradley Headstone y de John Jasper. Por el contrario, la naturaleza, representada en su aspecto más benigno, irradia los entornos donde se producen las patéticas muertes de tales personajes como Smike, Nell, Paul Dombey, Stephen Blackpool, y Betty Higden.

Con independencia de que los personajes sean virtuosos o perversos, sus muertes (deaths) siempre significan para Dickens un asunto solemne, por lo que prepara el escenario con el esmero correspondiente. Como se ha puntualizado anteriormente, aunque los villanos de las historias suelen morir a causa de indiscutibles accidentes, las fuerzas naturales que los destruyen aparecen como los instrumentos de un destino vengativo. Un número de tales muertes acontece en el agua. El ahogamiento de Quilp, mientras los golpes secos en la puerta que ha atrancado resuenan en sus oídos, es una conclusión perfectamente sardónica para su cruel trayectoria. Sobre su cuerpo, arrojado en un pantano donde en su día se ahorcaba a los piratas, Dickens escribe:

Y allí yació, solo. El cielo estaba rojo a causa de las llamas y el agua que lo soportaba se había teñido de una luz lúgubre a medida que sus restos fluían en la corriente. El lugar que el cadáver abandonado había dejado tan recientemente como hombre que aún estaba vivo, era una ruina esplendente. Sobre su semblante, había cierta luz deslumbrante. El pelo, que la húmeda brisa agitaba, jugaba sobre su cabeza como si estuviera burlándose de la muerte, siendo tal mofa la misma en la que el hombre muerto se habría deleitado si hubiera estado vivo, y su vestido revoloteaba ociosamente con el viento nocturno.

Tanto Gaffer Hexam como Rogue Riderhood se ahogan en el río con el cual se han ganado macabramente la vida y el mismo final es el que espera a Steerforth, Compeyson, y Bradley Headstone. Aunque los medios son diferentes, las muertes violentas de Carker y Blandois les sobrevienen con una inevitabilidad semejante. La locomotora que hace pedazos a uno y la casa que aplasta al otro parecen estar simplemente predestinadas a esperar el momento oportuno. Las escenas inaugurales de numerosas de las novelas maduras de Dickens presentan una evidencia diferente pero no por ello menos conclusiva de su dominio sobre los usos que se pueden atribuir al entorno. Todas las obras previas a Dombey e hijo comienzan con una nota provisional y dubitativa que indica la incertidumbre del autor ante lo que va a ocurrir. El inicio pausado de Nicholas Nickleby es característico en su irrelevancia [155/156]:

En otro tiempo, en una parte remota de la región de Devonshire, vivía un tal señor Godfrey Nickleby: un caballero digno a quien se le ocurrió, más bien tarde en su vida, que debía contraer matrimonio, y no siendo ni lo suficientemente joven ni lo bastante rico para aspirar a la mano de una dama de fortuna, decidió casarse, simplemente por apego, con un antiguo amor, quien a su vez se desposó con él por los mismos motivos. Así, dos personas que no se pueden permitir jugar a las cartas por dinero, en algunas ocasiones se sientan para jugar tranquilamente al amor.

Frente a esto, Dombey e hijo se abre in medias res, puesto que la descripción introductoria no sólo conduce directamente a la historia, sino que irónicamente predice el principal interés temático:

Dombey se sentó en la esquina de la oscura habitación en el enorme sillón cerca de la cama, mientras su hijo yacía envuelto cálidamente en una pequeña cesta a modo de lecho, cuidadosamente colocada en un sofá bajito, inmediatamente delante del fuego y muy cerca del mismo, como si la constitución del infante fuera análoga a la de un mollete y fuera necesario tostarlo, aprovechando que estaba recién hecho.

Las exigencias de espacio en las novelas más breves escritas en serializaciones semanales requerían que el escritor ejerciera la mayor economía posible a la hora de conseguir los efectos iniciales. Un buen ejemplo es la descripción del aula, marco en el que Gradgrind ejerce su labor inquisitorial y que conforma el comienzo de Tiempos difíciles:

Su dedo cuadrado, que se movía de un lado para otro, iluminó de repente a Bitzer, quizá porque casualmente estaba sentado en el mismo rayo de luz que, acaparando una de las desnudas ventanas de la sala intensamente encalada, irradiaba a Sissy. Los chicos y las chicas se sentaban en la primera línea del inclinado estrado en dos grupos compactos, dividiendo el centro en un estrecho intervalo, y mientras Sissy, que estaba en la esquina de una de las filas donde daba el sol, captaba el nacimiento de uno de sus rayos, Bitzer, ubicado en el ángulo de una de las hileras del otro lado, unas filas más adelante, atrapaba el final [156/157].

Pero, mientras que la muchacha tenía los ojos y el pelo tan oscuros que el sol parecía darle un color más profundo y lustroso cuando brillaba sobre ella, el muchacho era de ojos y de pelo tan claro que las mismas radiaciones semejaban arrancarle el poco color que poseía. Sus fríos ojos apenas parecían tales, si no hubiera sido por las cortas pestañas que, contrastando con algo aún más pálido que ellas mismas, daban sentido a su forma. Su corto cabello podría haber sido una mera prolongación de las pecas arenosas de su frente y su rostro. Su piel adolecía de tonalidad natural de un modo tan poco saludable que si alguien le hubiera partido por la mitad, sólo habría sangrado blanco.

El contenido de este párrafo se transmite exclusivamente por medio de términos visuales. El ojo, siguiendo el rayo de sol, percibe lo que desvela secuencialmente. Es la apariencia la que determina claramente las características distintivas de Sissy y de Bitzer, por lo que el contraste superficial así plasmado nos prepara para el conflicto entre las opuestas sabidurías del corazón y la razón que van a modelar la acción subsiguiente. Desde el principio, tanto en Historia de dos ciudades como en Grandes esperanzas, el foco narrativo se ve similarmente restringido a un solo punto de vista, respondiendo a los aspectos pictóricos de la situación circundante. En la primera de estas novelas, el lector viaja nerviosamente en el tren nocturno hasta Dover en compañía de un misterioso pasajero, cuya identidad se mantiene en el anonimato durante varias páginas, y en Grandes esperanzas, comparte con Pip su terror incomprensible por encontrarse con Magwitch en los pantanos.

El motivo de la preferencia continua de Dickens por la novela a gran escala en veinte partes mensuales se basó en la amplitud de miras y en la multiplicación de episodios y personajes que le permitía a su talento descriptivo. Además de proporcionar un contexto adecuadamente pleno para la acción, la ambientación de las novelas posteriores es investida cada vez más con connotaciones temáticas. Los capítulos introductorios [157/158] de La casa desolada y La pequeña Dorrit, uno evocador de un día neblinoso de noviembre en Londres y el otro de un día abrasador de agosto en Marsella, se centran en las propiedades atmosféricas de la puesta en escena. Como la lente de una cámara, la visión del autor comienza por tomar una vista panorámica sobre el vasto horizonte con una curiosidad impersonal, registrando a través de rápidas sucesiones una selección de planos aparentemente casuales y discretos que gradualmente se combinan en patrones coherentes. En el siguiente pasaje de La casa desolada, la abrupta yuxtaposición de locuciones preposicionales, participiales y adverbiales en lugar de oraciones sintácticas normales contribuye al efecto de un montaje:

Niebla por doquier. Niebla en la parte alta del río, donde circula entre las verdes colinas y los prados; niebla en la parte baja del río, donde rueda manchada entre las hileras de barcos y la contaminación de las riberas de una enorme (y sucia) ciudad. Niebla en los pantanos de Essex, niebla en las cumbres de Kent. Niebla en los últimos vagones de los barcos que transportan carbón; niebla que yace en las cubiertas y flota en las arboladuras de los inmensos navíos; niebla que se encorva por la borda de las barcazas y de los barquitos. Niebla en los ojos y en las gargantas de los viejos pensionistas de Greenwich, silbando en los fogones de sus hogares; niebla por la tarde en la proa y en las tuberías de un buque, propiedad de un patrón iracundo, llegando a alcanzar la parte baja de su pequeño camarote; niebla que cruelmente aguijonea los dedos de los pies y de las manos de su joven aprendiz en la cubierta. Gente que casualmente se empina sobre los parapetos del puente, sumergiéndose en un cielo de niebla, con una niebla que les envuelve como si se hallaran dentro de un balón y estuvieran colgando en las nubes nebulosas.

La técnica a modo de crónica es realmente ocurrente. La atención se dirige rápidamente hacia dentro, convergiendo para finalmente descansar en una escena central a la que todas las impresiones anteriores han estado conduciendo. Y estas escenas, el Tribunal Superior de Justicia en La casa desolada, el calabozo en La pequeña Dorrit, no sólo actúan como el punto de partida de la historia, sino que también definen su estado anímico o tono. [158/159] Coherente con sus comienzos, tanto La casa desolada como La pequeña Dorrit se organizan espacial y primordialmente en términos contextuales, aunque en la primera novela, éstos se presentan extensivamente, mientras que en la segunda intensivamente. La homogeneidad del mundo social en La casa desolada se articula, hasta un extremo considerable, gracias a la interdependencia de las localidades que definen sus límites. Así, la transición desde el Tribunal de Justicia en el primer capítulo hasta Chelsey Wold en el segundo se logra mediante este párrafo:

Lo único que queremos en esta misma tarde fangosa no es sino el resplandor de un mundo de ficción. No ocurre así en el Tribunal de Justicia y quisiéramos poder pasar de una escena a otra con la facilidad con la que las moscas vuelan. Tanto el mundo de la imaginación como el Tribunal de Justicia son cosas pertenecientes al pasado y a la tradición: Rip Van Winkles que se quedaron dormidos en exceso y que se divirtieron con juegos extraños durante un pacto una noche tormentosa, y bellas durmientes, a quienes el rey despertará un día, ¡cuando todos los utensilios de la cocina vuelvan a moverse prodigiosamente!

En el capítulo quinto, los desplazamientos locales hasta las tabernas “El harapo de Krook” y “El almacén de botellas”, adyacentes al Tribunal y burlonamente descritos en los mismos términos, son otro enclave de basura y desperdicios anticuados. Y los capítulos décimo primero y décimo sexto describen el ruidoso suburbio Tom-all-Alone, que es el homólogo físico de la contaminación moral derivada del caso de Jarndyce y Jarndyce. “¿Qué conexión?”, pregunta el autor,

¿puede haber allí, entre el lugar de Lincolnshire, la casa del pueblo, el Mercurio en la pólvora, y el paradero de Jo, el marginado, con la escoba que le infunde ese rayo de luz cada vez que barre la entrada del cementerio? ¿Qué conexión puede haber habido entre las numerosas personas que han poblado las innumerables historias de este mundo, que, desde los polos opuestos de los grandes golfos curiosamente han visto, en cambio, cómo sus destinos se reunían?! [158/159]

No es verdad, como a menudo se ha dicho, que la niebla asociada con el oscurantismo de las leyes del tribunal al comienzo de La casa desolada abrace metafóricamente toda la novela. Cada contexto posee su atmósfera análoga: lluvia en Chesney Wold, hollín en el negocio de Krook, polvo en los bufetes de abogados de Tulkinghorn y Vholes. Más penetrante que cualquier otra cosa es la pestilencia que emana del cementerio donde yace el capitán Hawdon, cuyo emisario es Jo. Sobre este sitio personificado como una plaga, que se infecta en el corazón de la novela, Dickens escribe:

Pero obtuvo venganza. Incluso los vientos son sus mensajeros, y le sirven en estas horas de oscuridad. No hay ni una sola gota de la sangre corrupta de Tom que no propague la infección y el contagio por doquier. Esta misma noche, contaminará el arroyo elegido (en el que los químicos con sus análisis encontrarían la genuina nobleza) de una casa normanda, y su gracia tampoco será capaz de decir no a esta infame alianza. Ni un átomo del cieno de Tom, ni una medida del pestilente gas en el que vive, ni una de sus obscenidades o comportamientos degradados, ni su ignorancia, ni su maldad, ni su brutalidad, escaparán a la retribución por cada escala de la sociedad, hasta llegar al más orgulloso de los orgullosos y al más elevado de los encumbrados. Verdaderamente, ¿qué ocurre con el descrédito, con el pillaje, con los graves perjuicios?, Tom fue vengado.

En La pequeña Dorrit como en La casa desolada, Dickens dispone los entornos de manera que se acoplen con exactitud a las corrientes de la narrativa. En la segunda novela, sin embargo, la indignación moral del autor trasciende insistentemente los males sociales para azotar la estupidez de la mente y la dureza del corazón que son sus terrenos de cultivo, y como consecuencia, las circunstancias físicas del medio se identifican más estrechamente con sus efectos espirituales. La pequeña Dorrit es una novela de interiores que aprisionan. La cárcel de Marsella donde la historia se inaugura se ve estructuralmente [160/161] equilibrada por la gran Cartuja donde los personajes se reúnen al comienzo del segundo libro. La impresión de que la sociedad está conformada por instituciones que esclavizan a sus miembros, bien sea forzada o voluntariamente, se intensifica acumulativamente por medio de un cuadro narrativo tras otro: la estación en cuarentena, la prisión Marshalsea, la Oficina de Circunlocución, Bleeding Heart Yard, incluso “ese calabozo horroroso de ladrillos rojos en Hampton Court” donde la señora Gowan reside. Pero los individuos no se ven menos herméticamente sellados en sus prisiones privadas, puesto que en este libro, incluso aquellos nominalmente en libertad se han pasado veredicto a sí mismos, al margen de una culpabilidad encubierta. La señora Clenham, confinada en una casa que se está cayendo, se piensa a sí misma como si estuviera “en una prisión, esclavizada…”. Arthur, al visitar la residencia de Casby, entra en “una casa silenciosa, sobria, de aire estancado (se podría imaginar que algunos mudos, siguiendo el estilo de la zona este, se habrían sentido allí asfixiados), cuya puerta, cerrándose nuevamente, parecía prohibir la entrada a todo sonido y movimiento”. También está la mansión tenebrosa de Merdle, donde el loro chilla despectivamente desde su jaula dorada, los escondites lúgubres donde Miss Wade se oculta tanto a sí misma como a Tattycoram y los palacios parecidos a las tumbas que William Dorrit alquila en Venecia y en Roma. Sobre la respuesta que da Dickens ante la existencia de su heroína en Italia, escribe:

En general, a la pequeña Dorrit le parecía que esta misma sociedad en la que vivían, se parecía enormemente a la clase superior de Marshalsea. Muchísima gente parece haber venido de fuera, de igual manera que otros muchos han entrado en la prisión por deudas, desidia, contactos, curiosidad, y una incapacidad general por llevarse bien en casa… Precisamente, tenían la misma inhabilidad que los prisioneros para establecerse en cualquier cosa. Más bien, se deterioraban los unos a los otros, igual que los reclusos, y portaban indumentarias desarregladas, cayendo en un estilo de vida ácrata: de nuevo, siempre como la gente de Marshalea [161/162].

A su primera llegada a Londres a comienzos del capítulo tercero, Arthur es recibido por la atmósfera tenebrosa que flota sobre la ciudad los domingos:

Era una tarde de domingo oscura, agobiante y deslucida en Londres. Las enloquecidas campanas de la iglesia cubrían todo tipo de disonancias, desde las agudas hasta las melódicas, desde las quebradas hasta las cristalinas, desde las rápidas hasta las pausadas, provocando que los ecos de cemento y ladrillo resultaran horrorosos. Las melancólicas calles, vestidas de hollín a modo de penitentes, impregnaban el alma de la gente que se veía condenada a observarlas desde las ventanas, con una terrible frustración. En cada vía pública, en casi cada callejón y más abajo en casi cada esquina, alguna pesarosa campana palpitaba, doblaba y era sacudida con fuerza, como si la peste estuviera en la ciudad y las carretas llenas de muertos fueran de un lado para el otro. Todo aquel establecimiento que posiblemente podría haber aliviado a esta gente exhausta, estaba cerrado. No había imágenes, ni animales raros, ni plantas o flores extravagantes, ni maravillas naturales o artificiales del mundo antiguo (todo era tabú con aquella rigidez ilustrada, de modo que los feos dioses del mar del sur del Museo británico, podrían haber supuesto que estaban de nuevo en casa). No había nada que ver salvo calles, calles y calles. Nada que respirar, excepto calles, calles y calles. Nada que pudiera cambiar o animar la mente introspectiva. Nada que hacer para el gastado trabajador, sino comparar la monotonía de su séptimo día con la monotonía de su sexto día, ¡piensa que vida tan aburrida llevaban, e intenta sacar lo mejor de ella, o lo peor, según las probabilidades!

La perspectiva desoladora así implantada, se amplía hasta abarcar en última instancia a toda la humanidad. Clenham, auto-encarcelado en Marshalsea, llega a pensar que su condición es emblemática del destino humano, de modo que para sus ojos observadores, los rayos de sol que se levantan sobre Londres parecen ser “los barrotes de la prisión de este submundo”. Y, como se ha sugerido, es en un mundo concebido así donde él y Amy, se emancipan sólo debido al amor que se profesan el uno al otro, manifiesto al final de la novela. En Nuestro amigo mutuo, cada uno de los argumentos paralelos se identifica inicialmente [162/163] con un entorno específico, apropiado para su desarrollo. El primer capítulo acontece en el Támesis, cuyas aguas finalmente diluyen las barreras de rango entre Eugene y Lizzie. El segundo capítulo, donde se describe la fiesta de los Veneerings, introduce a través del legado del viejo Harmon, la diferencia de distinción social basada en la riqueza material que Rokesmith y Bella deben superar. En un nivel más profundo de significado, sin embargo, el río y los montones de polvo polarizan aquellos valores cuya interacción establece un campo de acción simbólica. Ambos se ven equiparados por sus elementos comunes de suciedad, el detritus de una sociedad sórdidamente contaminada, ya que incorporan la decadencia y la muerte, pero las aguas que fluyen, por oposición a la masa inerte de los montículos, adelantan también la posibilidad del renacimiento espiritual, como el del Támesis en La tierra baldía de Eliot. Riderhood, “bautizado por la muerte”, regresa de la inmersión sin regenerar y está predestinado a morir ahogado, al igual que Gaffer Hexam y Bradley Headstone. Por otra parte, Rokesmith y Eugene consideran que el río es una fuente dadora de vida, de modo que éste les permite renacer con corazones purificados y espíritus redirigidos hacia el bien de los demás. Dickens, en cambio, nunca permite a las insinuaciones simbólicas deducibles de los contextos de sus novelas posteriores oscurecer su inmediatez literal a la hora de dinamizar la narrativa, iluminar a los personajes o focalizar sobre la crítica social. Tom-all-Alone exhala de un modo casi tangible la atmósfera de corrupción; William Dorrit queda visiblemente marcado por la huella de Marshalsea, y el Támesis, en su serpenteo a través de Nuestro amigo mutuo, vincula muchos de los acontecimientos cruciales de la novela. Una nota recordatoria sobre el primer número afirma: “Inicio entre puentes”, y la fuga inicial por el río localiza precisamente el lugar “entre el puente Southwark, hecho de hierro y el puente de Londres, de piedra”. La exploración continua de Dickens [163/164] de sus recursos artísticos en El misterio de Edwin Drood, se hace totalmente evidente en el tratamiento extraordinario de la escena introductoria de la novela. La ambientación se evoca completamente por medio de las percepciones drogadas de John Jasper, mientras yace en un fumadero de opio en la zona de los muelles de Londres:

¿La torre de una antigua catedral inglesa? ¿Cómo puede estar aquí? ¿La afamada torre masiva, cuadrada y gris de la antigua catedral? ¿Cómo es posible? No hay ni una punta de hierro oxidado en el aire desde ningún enfoque real. ¿Cuál es el pincho que interviene y quién lo ha colocado? Quizá fue el sultán quien lo ordenó poner para empalar a una horda de ladrones, uno por uno. Seguro que es así, puesto que los platillos chocan, mientras el sultán marcha hacia su palacio en procesión. Diez mil cimitarras resplandecen a la luz del sol, y treinta mil bailarinas esparcen flores. Después, les siguen incontables asistentes y elefantes blancos engualdrapados con innumerables colores maravillosos. Aun así, la torre de la catedral se eleva al fondo donde es imposible que pueda estar, pero lo curioso es que ninguna figura agonizante destaca sobre la espeluznante pica. ¡Espera! ¿Mide la arista tan poco como la punta herrumbrosa del pilar de una vieja cama, desplomada oblicuamente? Podemos dedicar un rato difuso de risa somnolienta a la consideración de esta posibilidad.

Incluso en su estado truncado, esta última historia progresó lo suficiente como para expandir muchas de las insinuaciones que acechan en el párrafo siguiente. Las impresiones caóticas que corren por la mente de Jasper mezclan, mediante una confusión inextricable, los dos mundos que él habita, las más bajas profundidades de Londres y la ciudad catedralicia de Cloisterham, también minada con la corrupción que subyace a su superficie decorosa, mientras las visiones irracionales del sueño oriental que ofuscan sus sentidos, parecen además presagiar la tendencia exótica tan misteriosamente entretejida en la trama de la narrativa existente [164/165].

Estos contextos no sólo son correlativos con las facetas opuestas de la naturaleza dual de Jasper, sino que determinan asimismo sus acciones, proporcionando prácticamente todas las pistas disponibles para resolver el misterio. Dickens sostenía que tenía “una idea nueva muy curiosa para su próxima historia”, y Forster escribió que su originalidad “consistió en reinterpretar por sí mismo la trayectoria de un asesino hasta el final, cuando las tentaciones descansaban no en el culpable, sino en otro hombre que había sido tentado. Los últimos capítulos los escribiría en la celda de los condenados, a donde su maldad, absolutamente borrada de su naturaleza como si se tratara de otro ser, le había conducido”. Ambas afirmaciones se ven corroboradas por la técnica de la escena inaugural de la novela, que gráficamente proyecta el paisaje interior de la esquizofrenia. El contexto no podría proporcionarnos una cosecha de implicaciones más rica.


Modificado por última vez en enero del año 2000; traducido el 30 de enero de 2012