[Traducción de Martin Glikson revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]

Max Beerbohm utiliza las técnicas del escritor erudito para parodiar el género de los eruditos y burlarse tanto de ellos como de sus lectores. En la línea de los decadentistas del 1890, Beerbohm crea una pieza satírica en la que manipula mecanismos como la voz profética, el grotesco simbólico, los actos de interpretación y la fundación de un ethos (un “carácter” que inspire credibilidad). Beerbohm usa el modelo de los eruditos de manera invertida, alterando los mecanismos para burlarse de sus inventores. Aunque los ambiguos niveles de ironía e insinceridad en el ensayo de Beerbohm resisten la comprensión, estos parecen indicar un punto de inflexión en la prosa de no ficción victoriana. Si este cambio tenderá a lo liberal o a lo reaccionario dentro del espectro político es algo difícil de evaluar y quizás carezca de importancia; los decadentistas parecen más preocupados en separarse y elevarse respecto de la sociedad, criticándola satíricamente, que en efectuar cambios reales en ella. La incapacidad de los “anti-eruditos” para proponer medidas serias que corrijan los defectos que perciben en la sociedad los diferencia de los eruditos. Sin embrago, el parodiar la obra de los eruditos como lo hace Beerbohm puede ser una forma de señalar la ineficacia de sus enseñanzas y de burlarse de sus actitudes de superioridad.

En “Una defensa de la cosmética”, Beerbohm juega con la estructura utilizada por Carlyle en su “Señales de los tiempos” (“Signs of the Times”). El narrador de Beerbohm adopta una voz profética similar a la de Carlyle; en su parodia, sin embargo, Beerbohm recurre a lenguaje elevado para discutir el tema trivial de los cosméticos, empequeñeciendo así las nobles intenciones de Carlyle. Beerbohm habla de la intrusión de lo artificial en la sociedad en un tono análogo al que Carlyle utiliza para referirse a los males de la mecanización. Dice Carlyle: “Si tuviésemos que caracterizar esta época con un único epíteto, nos veríamos tentados a llamarla ( . . . ) la Era Mecánica ( . . . ) Nada se hace ahora directamente, o a mano; todo está reglado y es fruto de calculadas invenciones”. No obstante, al invertir la estructura de Carlyle y abrazar satíricamente los efectos de la cosmética y el artificio en general, Beerbohm se burla al mismo tiempo de la sociedad y de aquellos que la critican recurriendo a la escritura de los eruditos: “He aquí que la era victoriana llega a su fin y el tiempo de la sancta simplicitas ha terminado. Las antiguas señales están aquí, y los presagios, para advertir al observador de la vida de que estamos listos para una nueva época de artificios” (48). Así, Beerbohm da la bienvenida al regreso de los valores superficiales en respuesta a la insatisfacción de Carlyle respecto de la pérdida de espiritualidad y el sacrificio de los procesos a favor del producto. El narrador de Beerbohm usa el tono profético para saludar la época venidera del artificio y para condenar los errores del pasado, en lugar de utilizarla para prevenir de las catástrofes que puedan sobrevenir y sugerir medidas para prevenirlas. De este modo, logra parodiar con éxito el modelo profético desarrollado por Carlyle.

En su sátira, Beerbohm también emplea la técnica del grotesco simbólico; no obstante, los ejemplos que utiliza y sus explicaciones parecen tan absurdamente extremos que adquieren el sentido de “grotesco irónico”. Escribe Beerbohm que “No serán necesarios mártires para la causa, como Georgina Gunning, esa bella pero infeliz dama que murió, nos dicen, por el efecto de un carmín venenoso sobre sus labios ( . . . ) La Artificiosidad no se cobrará otra víctima de entre sus devotos” (62). Beerbohm se aparta del uso habitual del grotesco: en vez de interpretarlo como símbolo de la amenaza que la superficialidad representa para la sociedad, como haría un erudito, presenta a Georgina como excepción a la regla y sigue persiguiendo su objetivo de infundir la fe y alabar el artificio.

Los grotescos ajenos con los que Carlyle y Ruskin construían sus ensayos, fueran pertenecientes a la historia o a la mitología, tampoco escapan al ingenio de Beerbohm. Este, sin embargo, no usa esas referencias como materia para la interpretación crítica a la manera de los eruditos; más bien, éstas sirven a Beerbohm de evidencia para apoyar sus razonamientos: “Pero la mejor [autoridad] es el espléndido libro de Ars Amatoria que Ovidio dedica a la consideración de tinturas, perfumes y ung�entos. Escrito por un artista que conocía las tentaciones del tocador y entendía su filosofía, no tiene aún rival como tratado sobre la Artificiosidad” (61). En “Traffic”, Ruskin usa una referencia similar para lanzarse en una crítica de la forma de pensamiento implícita en el título de un libro. Acorde a la manipulación del estilo de los eruditos, Beerbohm utiliza aquí el título de un libro para obtener el efecto contrario; justifica su postura alineándose con una reconocida figura histórica, en lugar de ponerse en contra o por arriba de aquello que cita.

Beerbohm hace uso de otra estratagema típica de la obra de Ruskin, la de anticipar la respuesta del lector escéptico a sus propias afirmaciones formulando una refutación. Aquí, nuevamente, Beerbohm utiliza la técnica de manera satírica, en contraste descarnado con los contraargumentos delicadamente propuestos por Ruskin. El erudito pone cuidadosamente sus palabras en boca del lector, introduciéndolas con frases como “‘No’, quizás respondáis” o “Sé que podría parecer que intento menospreciar el honor de vuestras iglesias. No es así” (“Traffic”). Beerbohm, por el contrario, es menos sutil: “ ‘Psss’, se escuchará proferir a algún condenado mentecato . . . ” (57). Beerbohm puede permitirse el hablar desde un narrador tan elitista y el menospreciar a sus lectores porque se encuentra inmerso en una batalla dialéctica. No construye el ethos o la credibilidad a la manera de Ruskin, y no necesita influir al lector para agradarle; construye sus argumentos sobre la parodia. Aquí, se burla de sus lectores, de los eruditos, y de los lectores de los eruditos a la vez, con total franqueza, notando que Ruskin probablemente considerase a sus lectores escépticos como “condenados mentecatos” él mismo. Es más, Beerbohm coloca a los eruditos como Ruskin en el lugar del mentecato también, ya que estos estarían entre los primeros en proferir su “psss”.

Beerbohm amplía su juego con la tradición de los eruditos apropiándose del uso de generalizaciones acerca de la naturaleza humana. Mientras un escritor como Johnson usa esta técnica para señalar un defecto poco importante, común al grueso de la población, Beerbohm vuelve a retorcer la artimaña, empleándola con otro fin: su narrador recurre a tales afirmaciones para alentar a sus lectores a seguirlo en busca de lo artificial. Beerbohm escribe, “La pintura facial es el primer tipo de pintura que el hombre haya conocido. El hacer cosas bellas, ¿no es un impulso propio de unos pocos? Pero el hacerse bello a uno mismo es un instinto universal” (54). La definición que hace Beerbohm del embellecimiento propio como norma social corresponde con la tradición los eruditos a la vez que la contradice: aunque un erudito podría haber hecho tal afirmación, probablemente no habría presentado este “instinto universal” de manera tan positiva como lo hace el narrador de Beerbohm. Aquí, y a lo largo de todo el ensayo, Beerbohm celebra lo que el erudito lamenta, y critica aquello que el erudito elogia. Sus tácticas constituyen tanto una inversión como una apropiación de las estructuras y estratagemas de los eruditos.

“Una defensa de la cosmética” es un artículo espléndidamente construido para invertir los modelos y técnicas de la escritura de los eruditos al tiempo que las emplea para parodiar a los mismos autores. Como los eruditos, el narrador de Beerbohm habla desde una posición de conocimiento superior, pero este pretende convencer al lector de los aspectos positivos de la era de artificiosidad en curso a través del grotesco simbólico/irónico de la cosmética, en lugar de afirmar que los males de la sociedad precisan ser solucionados. Su postura es ridícula, pero su forma de razonar carece del estilo obvio, uniformemente satírico de ensayos como “Una modesta propuesta”, de Jonathan Swift. El punto de vista es difícil de identificar; el ensayo desafía la categorización en tanto que parece ajustarse a la tradición de los eruditos más que a la del decadentismo. De cualquier forma, el objetivo principal del ensayo parece ser la parodia de las técnicas y estratagemas de la escritura de los eruditos; así, no sorprende que el artículo fuese malinterpretado y rechazado por aquellos que no conocían bien ese modelo.

Referencias

Beckson, Karl (1981): Aesthetes and Decadents of the 1890s: An Anthology of British Poetry and Prose. Chicago: Academy Chicago.


Last modified 28 June 2008; traducido diciembre 2009