[Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]

La siguiente historia sobre los orígenes de los tratados religiosos que constituye un tercio de las tres partes de la discusión de los autores sobre dicha temática, procede del décimo volumen de Enciclopedia de la literatura bíblica, teológica y eclesiástica. George P. Landow ha escaneado, formateado e hipervinculado el texto que conforma una postura protestante evangélica.

El término Tratado, aunque etimológicamente denota algo que se extrae (Lat. tractus), se ha utilizado durante mucho tiempo en la lengua inglesa para designar un tratado impreso breve o resumido. Hace referencia principalmente a la forma de la publicación y normalmente sólo se aplica a hojas o panfletos sueltos. Así, un tratado sobre cualquier tópico se puede publicar o bien en un libro o en un tratado, siendo éste mucho más barato que el libro, pero también mucho más susceptible a ser dañado o destruido. Aunque numerosos tratados políticos, científicos y de otro tipo se han publicado, sin embargo, la gran mayoría de las publicaciones conocidas como tratados son de naturaleza religiosa. De modo que es cierto que generalmente la palabra tratado cuando se usa sin un adjetivo calificativo raramente sugiere otra idea que la de un breve tratado o discurso religioso. Hasta cierto punto, la idea la han utilizado los propagandistas del error, pero mucho más los amantes de la verdad y las personas dispuestas a sacrificarse por su difusión. Si únicamente se hubieran publicado tratados misceláneos o si sólo hubiera tenido lugar la publicación de tratados sobre materias religiosas de un modo accidental o falto de sistematicidad, este artículo no habría tenido lugar.

De hecho ha surgido una gran empresa cristiana que tiene por objeto la publicación y diseminación de los tratados religiosos. Ésta, al igual que el mismo Evangelio y otras obras auxiliares, ha crecido desde sus modestos comienzos hasta inmensas proporciones de gran influencia. Aunque su historia se limita principalmente a los últimos cien años, se ha llegado ya a considerar como una de las agencias cardinales de la propaganda cristiana, situándose a la misma altura que las empresas misioneras y las de las escuelas dominicales, sirviendo como un poderoso asistente a las mismas. Y a pesar de no afirmar su origen divino, reivindica sin embargo su autorización por parte de entidades inspiradas. Los libros sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento se publicaron y circularon como tratados separados, de tal manera que se podría decir que la misma Biblia, en su forma actual reconocida, podría ser un volumen unificado de tratados.

El principio implicado es el de dar a la verdad una expresión permanente y accesible bien en el lenguaje escrito o en el impreso, permitiendo de tal modo sobrevivir a la voz del maestro vivo así como alcanzar a personas y lugares a los que nunca podría acceder. Dios, desde el comienzo, determinó el lenguaje como un medio de comunicación entre Él mismo y el hombre, así como entre los hombres. Él habló a nuestra raza, no sólo a través del sentido del oído, sino también a través de las percepciones de las vigilias, consagrando como consecuencia de esto tanto el lenguaje hablado como el escrito a los servicios de la instrucción religiosa. Al proporcionarnos una ley escrita, no sólo suministró una guía moral a la generación a la que se dirigió por primera vez, sino que también sirvió a las eras posteriores, mientras continuó asimismo enseñando y advirtiendo a los hombres mediante la voz y la pluma de los profetas y de los hombres santos durante los periodos sucesivos. Como forma homóloga al lenguaje hablado que se usaba durante la predicación, los discípulos escogidos de nuestro Señor fueron inspirados para escribir las narraciones de la vida, los milagros y la muerte de Aquel que era la Palabra eterna, junto con los hechos y cartas de los Apóstoles que recogían las instrucciones que personalmente recibieron del mismo Señor, y que así fueron transmitidas a aquellos que vendrían posteriormente. El lenguaje hablado posee la ventaja de la prontitud instantánea en todo lugar donde hay una lengua que comunicar y un oído para escuchar. También puede variar con las circunstancias y se puede adaptar a las necesidades especiales e impresiones cambiantes de aquellos a quienes va dirigido. Por otra parte, el lenguaje escrito se encuentra disponible en todo tiempo y espacio. Puede multiplicarse y diseminarse asequiblemente y con la máxima rapidez. Además, soporta el paso del tiempo mientras que los hablantes fallecen. Por muy grande que fuera la influencia personal de los Apóstoles merced al instrumento del lenguaje hablado, el peso de sus escritos fue infinitamente mayor. Sus voces expiraron con el fin de su vida natural, pero sus discursos escritos fueron inmortales, sobreviviendo a todas las persecuciones. Se codificaron en numerosos lenguajes y se difundieron en toda dirección, perviviendo a través de los siglos. Han sido asumidos por la moderna imprenta y habiendo sido vertidos a cientos de lenguas y dialectos, ahora se multiplican más rápidamente que antes para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Por mediación de esta disposición de la Providencia, los Apóstoles, aunque muertos, aún hablan y continuarán haciéndolo a millones de personas en aumento, mientras el mundo exista, y aquellos que leen sus escritos no sólo reciben sus enseñanzas, sino que se convierten en participantes y en propagadores de esta fe análogamente preciosa, pudiendo hacerse eco de la verdad que los ha hecho libres en sus propias formas de expresión y que se adapta nuevamente a las circunstancias siempre cambiantes de la humanidad.

Una peculiaridad del lenguaje escrito es que su diseminación desafía la cooperación de muchos que no han sido llamados al servicio de la predicación. Copistas, editores, consumidores, y distribuidores pueden desde sus diversas esferas colaborar para traer la verdad de Dios por dichos medios hasta contactar con los corazones humanos. La empresa de los tratados, de hecho, utiliza y combina por un propósito común muchos y variopintos órganos. Para que un tratado religioso pueda producirse y comenzarse con vistas a la utilidad, primeramente debe haber un escritor imbuido del espíritu de la verdad y del amor, dispuesto a trabajar con su pluma, con miras a expresar sus pensamientos en un lenguaje simultáneamente atractivo e impresionante. Luego, debe haber una inversión pecuniaria para la publicación del documento escrito. La tarea de tal publicación, aunque posible individualmente, se ejecuta preferiblemente gracias a las instituciones públicas como las existentes Sociedades tractarianas (tract societies), que poseyendo una vida corporativa, perviven a pesar del fallecimiento de sus fundadores. Tales Sociedades pueden desarrollar y llevar a cabo grandes esfuerzos mientras que sus diseñadores sólo pueden vivir para iniciarlos. Solapados con la publicación de los tratados con la finalidad de extender su utilidad, deben existir organismos colaboradores y sistemáticos que se encarguen de diseminarlos adecuada y continuamente entre los lectores. Cuando esta complicada maquinaria con influencia moral y espiritual se organiza apropiadamente, el cristiano más humilde puede establecer con ella relaciones amistosas y ser un asistente en sus éxitos más destacados. A partir de entonces, se desencadena una enorme sociedad de resultados en la que aquellos que escriben, editan, ponen en circulación y leen se pueden regocijar conjuntamente.

Como ilustración de esta corriente interminable de influencias que pueden fluir desde un único caso que plasma la verdad religiosa bajo forma impresa para llamar la atención de los no conversos, los siguientes hechos se han resumido a partir de documentos auténticos: durante la última parte del siglo XVI, un buen hombre conocido como el Doctor Sibbs, escribió un pequeño libro titulado La caña quebrada (N.T: El título de este libro alude al pasaje bíblico de Isaías 42: 3). Una copia de este libro que un pobre buhonero vendía a la puerta de una humilde casa de campo en Inglaterra fue el vehículo del despertar cristiano de Richard Baxter, nacido en 1615. “La lectura adicional de un pequeño pasaje de la obra del señor Perkins Sobre el arrepentimiento prestado de un criado”, dice Baxter en un esbozo de su propia vida, “me informó más exhaustivamente y me reafirmó, y así, sin ningún medio salvo los libros, Dios se complació en consagrarme a Él”. De este modo, traído ante el conocimiento y la experiencia de la verdad, Baxter se convirtió en uno de los predicadores más vehementes y escritores más prolíficos de toda época. Falleció en 1691, habiendo publicado suficientes obras como fueron sus veintitrés enormes volúmenes. Dos de sus obras menores, La llamada a los no conversos y El descanso perpetuo de los santos, han gozado de incontables ediciones tanto en Inglaterra como en América y sin duda, continuarán siendo ampliamente leídos en los países de habla inglesa mientras el tiempo perdure. Del vasto alcance de su influencia es imposible hacer una estimación adecuada, pero aquí y allá se pueden descubrir cadenas secuenciales. Philip Doddridge, cuando era joven, tomó prestadas las obras de Baxter, y a su debido tiempo llegó a ser el autor de La aparición y el progreso de la religión en el alma, una obra que llevó a William Wilberforce a buscar el perdón por medio del Redentor. La visión práctica del Cristianismo de Wilberforce fue el instrumento utilizado por el Espíritu Santo para llevar al arrepentimiento y la fe verdadera en Cristo a Legh Richmond, el escritor de La joven aldeana, la hija del lechero y de otros diversos tratados. El señor Richmond fue un sacerdote incansable y durante muchos años secretario de la Sociedad religiosa tractariana de Londres. Sus tratados, mencionados más arriba, se han traducido a numerosos lenguajes y han sido instrumentales, bajo la bendición de Dios, en la conversión de muchas almas preciosas. Sólo dos días antes de ser llamado a un mundo mejor, recibió una carta en la que se mencionaba la conversión de dos personas, una de ellas un clérigo, gracias a la lectura de su tratado La hija del lechero. Ha transcurrido casi medio siglo pero el tratado subsiste y mediante la ayuda de editores, contribuyentes y distribuidores ha continuado haciendo su labor, mientras que muchos de aquellos que se convirtieron a través de su influencia se han transformado ellos mismos en exitosos ejecutores a la hora de poner en marcha entidades con influencia, destinadas a trabajar con un poder cada vez mayor. Los volúmenes pueden estar llenos de incidentes que ilustran la utilidad y la capacidad de los tratados como órganos de evangelización y de prestigio religioso tanto en los territorios cristianos como paganos. De hecho, si juzgamos a partir de los informes y anales de las diversas organizaciones tractarianas, ninguna rama de la actividad cristiana ha tenido una producción tan uniforme en cuanto a la calidad de los resultados como la de la distribución de los tratados.

Mientras que se puede hablar así del carácter autónomo de la empresa tractariana, debería tenerse en cuenta que rara vez actúa o permanece aislada. Sus modos más reconocidos de acción se encuentran conectados con el trabajo de la Iglesia dentro de la nación y con el esfuerzo misionero fuera, por lo que consecuentemente sus mejores frutos se localizarán sin duda un gran día en el producto conjunto de numerosas formas de la actividad cristiana. Se puede sugerir con toda confianza que la labor cristiana en relación con el uso de los tratados religiosos ha resultado ser mucho más práctica para un elevado número de gente de toda edad y circunstancia vital que cualquier otro organismo generalmente admitido como tal. Comparativamente, pocos han sentido la llamada para convertirse en ministros de la Iglesia o misioneros, y muchos no han podido ser maestros de escuela dominicales. Pero, ¿quién no puede ser el portador o emisario de un tratado? ¿Quién, no puede a través de sacrificios comparativamente menores, poner en circulación muchos tratados por los canales de tal negocio como son las vías públicas, los correos, y, lo que es mejor que cualquier otro medio, las presentaciones personales?

Nuestra edad presente es una edad lectora y mientras por una parte, es importante oponerse a los males resultantes de la mala lectura bajo todas sus formas, por otra parte, no existe ninguna comunidad en la que no se encuentren muchas personas que no hayan leído un número considerable de libros o, si es que se da tal caso, que no hayan sido traídas ante ellos gracias a la mano de la benevolencia. Aquel que las busca y ve en ellas discrepancias acertadas bajo la forma de tratados y libros cristianos, acompañados, si es necesario, por otros actos de bondad, rara vez fracasará al hacer el bien, pero aquel que suplementa el tratado con la investigación o conversión cristiana más fervorosa, hará todavía un bien mayor, y en múltiples casos, asegurará un interés en tales promesas como ésta: “Aquel que convierte al pecador del error de su sendero, salvará a este alma de la muerte” (Biblia del rey Jaime v, 20); “Y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, brillarán por toda la eternidad” (Daniel 12: 3). Los ministros del Evangelio deberían especialmente considerar un gran privilegio el haber proporcionado y manejado una enorme porción de verdad cristiana firmemente constatada, cuidadosamente impresa, y expresamente adaptada a ayudar y a perpetuar el mismo trabajo que están intentando llevar a cabo por medio de la predicación y de la labor pastoral. A este respecto, las publicaciones de las Sociedades tractarianas se convierten en un arsenal saturado de armas legítimas sobre la guerra cristiana, en un vasto almacén de municiones fijas con las que defender la ciudadela de la verdad cristiana, y asaltar las posiciones del adversario.

En el púlpito, el ministro se limita principalmente a sus propios pensamientos y expresiones. Al utilizar los tratados, se puede abastecer de los mejores pensamientos, la experiencia más dilatada y las aseveraciones más habilidosas de los hombres más sabios que han empleado su pluma para la gloria de Dios. Sus propias palabras habladas se pueden desvanecer con el aliento que las pronuncia. A lo sumo y con toda probabilidad, no serán recordadas durante mucho tiempo, pero las páginas editadas que dispersa, pueden permanecer para ser ojeadas cuando el autor haya fallecido y pueden incluso pasar hasta las generaciones posteriores. En lo que respecta a la predicación, el ministro se limita a sus propios esfuerzos personales, y sólo puede dirigirlos ante aquellos que vienen a escucharlo. En su trabajo pastoral, es libre para buscar a la gente, y a menudo, el regalo de un tratado o de un libro le asegurará la amistad y la atención interesada de los que voluntariamente no habrían entrado en su congregación. Además, durante el trabajo de la distribución de los tratados, cientos de manos dispuestas pueden ayudarle, y sus pies “calzados con el celo por el Evangelio de la paz” (Efesios 6: 15) correrán para él por los caminos del deber mucho más rápido y con mayor frecuencia que aquel que con la mayor diligencia puede esperar adentrarse en sí mismo. Los ministros deberían por tanto alistar a su gente en el trabajo práctico de la distribución de los tratados, ya que éste es un trabajo demasiado extenso y demasiado bueno para confinarse a unos pocos. Los comités y los visitantes específicamente designados tienen sus deberes que no deberían ni omitirse ni excusarse. Sin embargo, ningún individuo, sea hombre o mujer, debería considerar aliviada su responsabilidad personal ante el nombramiento oficial de otros. La verdad es que para el pleno cumplimiento de la distribución de los tratados como un medio de esfuerzo evangélico en cualquier unidad, tanto sistemática como ocasional, pública e individual, la musa del empeño debe adelantarse. La difusión periódica de los tratados por los distritos y los pueblos es muy importante, pero tiene sus desventajas. Por ejemplo, donde el distrito es grande, no hay tiempo para bastantes conversaciones personales con los diversos habitantes, y aparte de esto, muchos no escucharían la voz de un extranjero. Si los conocidos cristianos de tales personas les dieran tratados como una muestra de amistad, e hicieran un seguimiento del regalo con consejos y súplicas afectuosas, el fin se lograría eficazmente. Así, corresponde a los cristianos individualmente en sus diversos círculos de conocidos y de negocios, el desempeñar un trabajo en el que la selección adecuada de los tratados pueda proporcionar una ayuda inestimable.

Bibliografía

M´Clintock, John, y James Strong. Cyclopædia of Biblical, Theological, and Ecclesiastical Literature. Nueva York: Harper y Brothers, 1894. X, 513.


Modificado por última vez el 29 de abril de 2010; traducido 6 de octubre de 2011