n contraste con numerosos críticos decimonónicos, Ruskin no opone la alegoría al simbolismo, puesto que sostiene que la alegoría, un modo imaginario, constituye un tipo de simbolismo y no una manifestación sustitutiva menor del mismo. No es de sorprender que sus concepciones sobre la alegoría y el arte alegórico le permitan leer todo lo compuesto de acuerdo con este modo como la pintura, la poesía y la arquitectura con una delicadeza muy superior a sus contemporáneos. Asimismo, Ruskin alegoriza no sólo el arte sino también los fenómenos naturales, no sólo a Dante, Spenser y a Giotto, sino también los hechos geológicos y metereológicos. Al igual que sus teorías de la belleza, su método interpretativo comparte una visión más amplia sobre un universo estructurado en el que Dios ha ordenado que todos los fenómenos guarden equivalencias morales y religiosas. Como Mircea Eliade ha señalado, «el mundo completamente profano, el cosmos totalmente desacralizado, es un descubrimiento reciente en la historia del espíritu humano».1 Debemos constatar que Ruskin no había hecho todavía tal descubrimiento, y aunque muchos individuos del siglo XVIII y XIX habían aceptado desde hacía mucho tiempo lo que sería la visión moderna del universo, es decir, el universo vacío del espíritu de Dios, él no lo había reconocido. Es más, a pesar de todo el interés de Ruskin en la geología científica, todavía habitaba dentro de una concepción del mundo que congeniaba más en numerosos aspectos con la Edad Media que con la época de la reina Victoria.

Al creer que Dios había ideado los fenómenos naturales como las rocas, los árboles y las nubes para que fueran portadores de significados morales, Ruskin los interpreta de un modo tal que ciertas partes de Pintores modernos se asemejan más a los antiguos tratados físico-teológicos. En el cuarto volumen, por ejemplo, destaca que «existe evidentemente una lección que pretenden enseñar intencionadamente los diferentes tipos» (6.132) de rocas que forman la tierra y sus montañas:

Casi no merece la pena señalar cómo estas directrices naturales fueron ideadas para enseñarnos las grandes verdades que constituyen la base de toda ciencia política; cómo la notoria fricción que separa, el cariño que une, y la aflicción que fusiona y confirma, reciben su carácter exacto y simbólico de los procesos por los cuales las diversas hileras de colinas parece que deben su aspecto presente, y cómo, aunque se nos negara el conocimiento de semejantes procesos, ese aspecto actual puede ser en sí mismo una imagen para nada imperfecta de las diferentes situaciones de la humanidad: primero, aquella que se siente impotente a causa de una desorganización total; segundo, aquella que a pesar de estar unida y de ser hasta cierto punto poderosa, es sin embargo incapaz de ejecutar grandes esfuerzos o resultados debido a la similitud y a la confusión demasiado notoria de los cargos, tanto de las jerarquías como de los individuos que las conforman; y finalmente, la situación perfecta de hermandad y de fuerza en la que cada ser se distingue claramente, se perfecciona separadamente y se utiliza en el lugar y puesto apropiado. (6.132-33)

Ruskin, como el fisiólogo, se concibe a sí mismo viviendo dentro de un universo alegórico en el que el hecho natural reverbera con significados añadidos. A diferencia de los eclesiásticos del siglo XVIII, a Ruskin no le interesa especialmente el argumento fundado en la analogía. Se preocupa más por la alegoría, y lee la «Escritura de la naturaleza» (6.191), como se le ha enseñado a leer la palabra escrita de Dios, en términos de tipo y de sombra. En su tratado Sobre la doctrina cristiana, San Agustín escribe que el mundo se divide entre cosas y signos, y que sólo en el mundo de la Biblia se puede interpretar a las cosas como si fueran signos, rocas y montañas portadores de significado. Sólo al transformar esta tierra en escritura, «la Escritura de la naturaleza», Ruskin se ve capacitado para interpretar «las leyes de las colinas» (6.117). Ruskin prefiere leer en ellas que la fe de algunos mueve montañas, y de igual modo que ve cómo los dictados de la política y la moralidad están encarnados en las rocas cristalinas, entiende que el cielo es una «ley del firmamento» que constata la presencia de Dios ante todos los hombres: «Dios quiere que reconozcamos su propia e inmediata presencia cuando nos visita, nos juzga y nos bendice» (6.113). Ruskin tiene en cuenta el argumento basado en la ideación y en la analogía, pero se implica más en la explicación del significado del mundo en el que nos encontramos. Así, Ruskin aclara que las «condiciones de la estructura montañosa» se han «calculado» invariablemente «para el disfrute, el beneficio, o la enseñanza de los hombres, y da la impresión de que se han diseñado para contener . . . la benevolencia de algún regalo o la profundidad de algún consejo» (6.385). Resumiendo, Dios ha concebido las montañas y los mares, los bosques y las llanuras para el hombre: le ofrecen alimento para el cuerpo, belleza para el alma, e instrucción para la mente. La Escritura de la naturaleza, entonces, se «escribió» de acuerdo a como San Agustín, Dante y otros hombres de la Edad Media creyeron que se había compuesto la Biblia: con un sentido literal que, sometido a examen, revelaba un contenido mayor, más profundo y más rico.

Ruskin también entiende que el fundamento de las leyes de la vida humana es muy similar, de modo que la lectura de los principios pretende extraer un significado. Las siete lámparas de la arquitectura explica así que «no existe ninguna rama del trabajo humano cuyas leyes constantes no guarden una analogía estrecha con las que gobiernan cualquier tipo de esfuerzo en el hombre. Pero, hay todavía más puesto que exactamente igual que reducimos cualquier conjunto de estas leyes prácticas a una mayor sencillez y seguridad, deberíamos ver cómo trascienden la mera condición de la conexión y la analogía para convertirse en la auténtica expresión de algún nervio o fibra final de las leyes poderosas que rigen el mundo moral» (8.22). Siempre que Ruskin puede elegir entre la analogía y la alegoría, se decanta por la segunda, como hace aquí.

Percatándose de que «para la mente de numerosas personas nada constituye un mayor amago de osadía que cualquier intento relativo al razonamiento y a los propósitos del Ser divino», Ruskin argumentó en una nota a pie de página en contra de la noción de que «la modestia de la humanidad» debería limitar sus investigaciones a «la comprensión de las causas físicas»: «La sabiduría sólo se puede demostrar en sus fines, y la bondad sólo se puede percibir en sus motivos. Aquel que con una modestia malsana supone que es incapaz de aprehender cualquiera de los propósitos de Dios, se reconoce también incapaz de ser testigo de su sabiduría» (6.134n). Con toda seguridad, pocos acusaron a Ruskin de modestia malsana, e incluso cuando su fe convencional desapareció, el impulso por interpretar el mundo ante otros y por convencerles de su visión permaneció.

Mucho tiempo después de que Ruskin perdiera su fe evangélica y de que regresara a su propia versión del Cristianismo, añadió una nota al cuarto volumen de Pintores modernos que alteró significativamente su concepción de estas «leyes naturales»: «Debería haber dicho ahora», escribió en 1885, «en vez de 'que parecen destinadas a enseñarnos', 'que, si las consideramos, nos enseñan'" (6.132n). Una vez que pierde la fe que le permite alegorizar el mundo, ahora se muestra dispuesto a utilizar los fenómenos naturales como ejemplos y analogías. Pero fueron sus opiniones tempranas las que formaron sus lecturas sobre el arte, la vida y la naturaleza, y es a ellas donde debemos acudir para percibir las fuentes y el razonamiento de su interpretación.

En 1852, cuando Ruskin publicó el último volumen de Las piedras de Venecia, era consciente de que estaba solo, como un profeta, ante una visión de las cosas que muchos no compartían, y a pesar de ello, se mostró esperanzador:

ante la idea de que algún día comprenderemos y leeremos el lenguaje de tipos mucho más que en siglos previos, y que cuando volvamos a reconocer de nuevo este lenguaje, un lenguaje mejor que el griego o el latín, encontraremos o recordaremos que igual que el resto de elementos visibles del universo, tales como el aire, el agua, o el fuego, manifiestan a través de sus energías puras las influencias dadoras de vida, purificadoras y santificadoras de la deidad sobre las criaturas, así también la tierra, con su pureza, manifiesta la eternidad de Dios y su verdad. Más arriba me he demorado en el lenguaje histórico de las piedras, no olvidemos esto, puesto que es su lenguaje teológico. (11.41)

El uso de la palabra «tipo» que emplea Ruskin aquí y en otras partes a lo largo de su escritura indica su deuda con las lecturas evangélicas y anglicanas de la Escritura. Aunque obviamente extiende el significado del término más allá de su uso exegético principal como «precursor de Cristo», se deben examinar los métodos evangélicos de lectura de la Biblia para comprender los hábitos mentales que modelaron su crítica, su concepción del mundo y sus teorías del arte.

Cuando era un niño, como todos los evangélicos, Ruskin aprendió que la lectura diaria de la Biblia, deber de cada devoto, era una búsqueda de Cristo. Los famosos tratados del obispo Ryle, que Ruskin recomendó posteriormente a otros, avisaban recurrentemente al lector:

Leed la Biblia teniendo continuamente a Cristo a la vista. El propósito principal y fundamental de toda Escritura es dar testimonio de Jesús. Las ceremonias del Antiguo Testamento son las sombras de Cristo. Los jueces y libertadores del Antiguo Testamento son tipos de Cristo. La historia del Antiguo Testamento muestra la necesidad que tiene el mundo de Cristo. Las profecías del Antiguo Testamento están llenas del sufrimiento y de la gloria de Cristo que todavía ha de venir. (Preguntas sorprendentes, 247-48)

La lectura de la Biblia tenía que ser una meditación sobre la tipología crística, pero el creyente no leía la Biblia figuradamente para autentificar a Jesucristo como el verdadero salvador del hombre, dado que el lector devoto ya estaba convencido de esta verdad. En vez de ello, leía la Biblia como un instrumento de exploración y meditación sobre el papel universal de la venida de Cristo en la historia humana. Se suponía que los evangélicos se aproximaban continuamente al texto bíblico para captar los presagios de Cristo, para sentir admiración ante la belleza universal del plan de Dios, y para ejercitar el intelecto al ponerlo al servicio de la salvación de su propia alma. La lectura de la Biblia no sólo debía ser un ejercicio devocional que desenmascarara uno de los enigmas más grandes, sino también la apreciación estética del orden divino.

Estas actitudes hacia el estudio de la Escritura, que Ruskin aprendió cuando era un niño, recuerdan actitudes similares subyacentes a la imaginería alegórica del Medievo y del Renacimiento. Según Rosemond Tuve, «Los hombres no se cansan de encontrarse con las ideas y con las creencias que sostienen con verdadera firmeza, especialmente con aquellas disfrazadas de un modo interesante. Albergaremos una comprensión poco empática del gusto medieval y renacentista por la imaginería a menos que concibamos que la idea que tenían los lectores, cuando pensaban en la liberación del infierno al cielo, era una noticia buena y extraordinariamente interesante»2. Richard D. Altick también señala que los editores y los autores de los tratados y periódicos religiosos trataron de generar el entusiasmo propio de las obras prohibidas de ficción.3 El sermón satisfizo otro gusto intelectual bajo una forma aceptable. Apenas podemos sentirnos partícipes de la fusión de las inquietudes estéticas, intelectuales y espirituales que empujaron tanto a los predicadores victorianos como a las congregaciones a desear con placer los dos largos sermones de cada domingo, a menos que consideremos el amor evangélico por el descubrimiento de las evidencias de Cristo. Puesto que Ruskin aprendió sus hábitos de lectura en susodicho entorno social, no sorprende que, cuando posteriormente transfirió la exegética religiosa a las obras seculares, mantuviera una fusión parecida entre actitudes aparentemente diversas.

Aunque los evangélicos y otros grupos, tales como los baptistas y los presbiterianos que compartían sus métodos, utilizaron íntegramente los tratados y los comentarios bíblicos, siempre consideraron a la predicación como el arma más efectiva de los electos, por lo que es en los sermones donde encontramos que destaca el uso de los tipos bíblicos. Mientras Ruskin aún era un niño, aprendió de los sermones el modo correcto de buscar en la Biblia los tipos y las sombras de Cristo, y la intensidad por la que la exegética tipológica llegó a ser común en Ruskin, se hace presente en una de las Cartas dirigidas a un amigo universitario en la que Ruskin escribió al reverendo Edward Clayton en 1843: «Hoy al ser el primer domingo del mes, el señor Melville predicó en la Torre, y su asistente nos dio un sermón sobre 'Yahveh Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió,' etc. Y pensé, 'Ahora, sé lo que vas a decir al respecto. Dirás que las bestias fueron sacrificadas, y que las túnicas eran propias del vestido de la rectitud de Cristo' » (Génesis 3: 21). Así Melville pudo anticiparse brillantemente al asistente porque los sermones de Melville y de otros predicadores, en concreto el del reverendo E. Andrews de la capilla Beresford en Walsworth, le habían servido como instrucción mucho tiempo atrás en la práctica de las lecturas tipológicas de la Escritura. Cuando Ruskin contaba con sólo nueve años, realizó elaborados resúmenes de los sermones (elaborate summaries of sermons), probablemente de los de Andrews, que demuestran la sofisticación teológica y exegética que había logrado ya en 1828. En el Sermón X, «La ley del sacrificio», Ruskin utiliza la aplicación típica evangélica de la lectura figurada del Levítico. Este tercer libro del Pentateuco, que expone las ceremonias judaicas del sacrificio utilizadas antes de la destrucción del Templo tiene aparentemente poco que ofrecer al lector cristiano, puesto que detalla las reglas desfasadas de una ley abrogada. Ruskin, explicando que «seguirá la ley de la sombra del sacrificio ante la sustancia de Cristo», apunta a las dificultades que las ceremonias levíticas creaban cuando menciona «el comienzo del décimo capítulo de los Hebreos en el que se dice que la ley conteniendo una sombra de los bienes futuros, y no la realidad de las cosas, no puede dar nunca la perfección a los que se acercan, y continúa diciendo que es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos borre los pecados.4 Ahora bien, si es imposible que la sangre borre el pecado, ¿podemos suponer que estas ordenanzas momentáneas estaban sólo destinadas a ser un espectáculo, una ceremonia? ¿Puede Dios instituir algo que carezca de valor moral?». Tal aparente irrelevancia debió desencadenar grandes dificultades para la creencia evangélica que defendía no sólo que Dios había inspirado directamente cada palabra de la Biblia, sino que cada una de sus partes poseía un valor semejante. Dado que no aceptaban una teoría evolutiva sobre la Escritura, se vieron forzados a sacar el mejor partido de este material que no comprometía a nada, y su solución universal fue que Dios había instituido los sacrificios del Levítico como tipos para prefigurar el sacrificio de Cristo: «Puesto que la ley arrojó una sombra sobre otra economía, estos sacrificios deben sugerir que el sacrificio es necesario para la otra economía y para el otro sacrificio que será capaz de borrar todo pecado. Ahora bien . . . en el Evangelio este sacrificio de los animales se elimina, y a pesar de ello sabemos que debemos hacer sacrificios de algún tipo; se nos ha cerrado la boca con la muerte de Cristo al ser la misma esencia de la expiación. La ley de los sacrificios alcanza su valor sólo porque se refiere al Evangelio y si esto es correcto, la visión que tenemos de ellos debe referirse a Cristo. . . . Si la ley es una sombra de las cosas buenas que han de venir y si el sacrificio es el fundamento de la ley, poseemos una prueba contundente de la eficacia de la expiación de Cristo». En el siguiente sermón, «Los sacrificios de la ley antigua», Ruskin utiliza de nuevo el argumento comúnmente circular extraído de los tipos. Tras constatar que la ley ceremonial «estaba destinada a presentir el sacrificio futuro de Cristo», añade «Si éstas no fueran las sombras de este gran sacrificio, serían formas ceremoniales triviales e indignas del ser que las designó». Queda claro que éste no podía ser el caso.

Ruskin respeta aquí una autentificación evangélica de los tipos muy común. Ryle, por ejemplo, argumentando a partir del supuesto de que Dios había escrito la Biblia con tipos y sombras, recurre a este principio para atacar a los socinianos que creían que Cristo era mortal. Su creencia, sostiene, tambalea

la raíz de todo el plan de salvación que Dios revela en la Biblia, y . . . [podría] anular gran parte de las Escrituras. Derroca el sacerdocio del Señor Jesús, y le desnuda de su oficio. Transforma todo el sistema de la ley mosaica relativa a los sacrificios y las ordenanzas en una forma sin significado . . . Deja al hombre a la deriva en un mar de incertidumbre, arrancándole el trabajo finalizado del mediador divino. («Vivos o muertos», 239-240).

En otras palabras, si Cristo no era divino, Dios no podría y no habría instituido los tipos, y si Dios no hubiera instituido los tipos, la Biblia se habría convertido con demasiada frecuencia en un registro de una «forma sin significado». Los evangélicos se percibieron a sí mismos viviendo en un universo con un orden divinamente instituido en el que la Biblia era la clave, y los tipos, que revelan un principio consistente en la Biblia como es el principio de Cristo, los creadores del orden y del sentido bíblico.

Además de que los registros de estos sermones infantiles demuestran la familiaridad temprana que Ruskin tenía con las usuales aplicaciones evangélicas de la tipología, éstos ganan mayor interés porque las ideas en las que se inspiró cuando contaba nueve años reaparecen veinte años después en Las siete lámparas de la arquitectura. En el primer capítulo, «La lámpara del sacrificio», se plantea una pregunta general, «¿Se puede honrar a la deidad presentando ante ella cualquier objeto material de valor?» (8.31). Convocando el tono, el vocabulario, y los argumentos de un predicador evangélico, Ruskin examina la naturaleza del sacrificio en la Biblia, llegando a la conclusión de que esta segunda pregunta «admite una respuesta completa sólo cuando nos hemos encontrado con otra pregunta muy diferente, independientemente de que la Biblia sea en realidad un libro o dos, y con independencia de si el carácter de Dios revelado en el Antiguo Testamento es distinto al carácter revelado en el Nuevo» (8.32). Inspirándose en la teoría tipológica, Ruskin argumenta que dado que el mismo principio, la salvación por medio de Cristo, unifica el Antiguo y el Nuevo Testamento, «Dios es Uno y el mismo, y siempre le gustan o disgustan las mismas cosas, aunque una parte de su placer puede expresarse más bien en un momento dado antes que en otro, y aunque Él puede modificar benignamente el modo de comprender este placer ante las circunstancias de los hombres. Así, por ejemplo, fue necesario que para que los hombres entendieran el esquema de la redención, éste fuera presagiado desde el principio por medio de un tipo de sacrificio sangriento» (8.32). Ruskin enfatiza asimismo la noción del significado figurado de la ley ceremonial, puesto que sostiene que «A Dios no le ha agradado este sacrificio ni en la época de Moisés ni ahora. Nunca aceptó, como propiciación del pecado, ningún sacrificio salvo el único que acontecería en un futuro» (8.32-33). Mediante la premisa de que no fue «necesario para la completud del sacrificio levítico, como tipo, o para su utilidad como explicación de los propósitos divinos que costara nada», puesto que el sacrificio que prefiguró «sería un regalo concedido por Dios libremente», concluye con que «el precio a pagar, por lo tanto, debe ser una condición aceptable en todos los ofrecimientos humanos de cualquier época» (8.33-34). De ahí que Ruskin, recurriendo al método y al procedimiento evangélico, pueda convencer a los evangélicos para que construyan edificios góticos costosos donde rendir culto. Ruskin dirigió Las siete lámparas de la arquitectura a su audiencia inglesa protestante, a sabiendas de que no aceptaría la arquitectura gótica en tanto en cuanto ésta simulara el estilo católico romano. Como escritor polémico impertérrito, se adapta a sus lectores, blandiendo las oraciones del predicador y la evidencia de la Escritura para persuadirles de que la lectura evangélica de la Biblia exige sacrificio.

»La lámpara del sacrificio» muestra con cuánta profundidad la tipología había permeado los hábitos de pensamiento de Ruskin. Pero aunque sus hábitos evangélicos de la interpretación escrituraria le permitieron de vez en cuando desarrollar argumentos atractivos para el lector evangélico, los efectos principales de estos modos de lectura aparecen en su arte y en su crítica literaria. Para hacernos una idea de los procedimientos exegéticos que tanto impresionaron al pensamiento de Ruskin, sería bueno que examináramos los sermones de Henry Melvill, su predicador favorito. Los sermones elegantemente escritos de este predicador, a los que Ruskin prestó una atención minuciosa, asumen con frecuencia la forma de revelaciones y explicaciones elaboradas sobre los parecidos tipológicos. Al igual que numerosos evangélicos, Ruskin creía que la presencia de los tipos en la Biblia era una característica distintiva de la misma. En consecuencia, advierte a sus lectores: «Si fallamos en nuestra búsqueda de las lecciones y de los tipos contenidos en las narrativas de la Escritura, es evidente que prácticamente despojaremos a la Biblia de una gran parte de su naturaleza idiosincrásica como registro de una verdad espiritual»5. Los sermones de Melvill resultan de especial interés para los estudiantes de la crítica ruskiniana no sólo porque utilizan sofisticadamente el figuralismo, sino porque durante la elaboración de los tipos y las sombras de Cristo, aportan reglas para la aplicación de la tipología.

Uno de sus sermones, «La muerte de Moisés», que se pronunció entre 1836 y 1843, es un buen ejemplo de sus métodos. Hablando del Deuteronomio 12: 48 y versículos siguientes, en el que Dios ordena a Moisés que abandone a su pueblo antes de entrar en Canaán, Melvill pregunta por qué a Moisés no se le permitió entrar en la Tierra Prometida. El predicador sitúa cuidadosamente a sus lectores dentro de la narración, recordándoles las acciones pasadas de Moisés, la peregrinación por el desierto, las visiones por medio de los ángeles, y que «la figura . . . apenas se distingue de la certidumbre y fuerza que son siempre tan características de la imaginería escrituraria»6. Finalmente, puesto que cada parte del pacto de Dios con los hombres «es normalmente significativa y no se puede considerar superflua a ninguna», debemos seguir ahondando. Melvill dictamina que la escalera alude típicamente a Cristo, puesto que Cristo es tanto el camino del hombre hacia el cielo como la puerta de comunicación con Dios, y corrobora esta interpretación tradicional a través de una referencia común que Simeón y otros hicieron a Juan 1: 51 donde Cristo dice a Natanael, «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre». Por tanto, otro principio de la exegética tipológica es que la confirmación de Cristo (o en algunos casos la de San Pablo) es la prueba definitiva.

Volviendo a «La muerte de Moisés», podemos ahora reconocer la gravedad del pecado de Moisés. Cuando golpeó la roca en el monte Horeb cumpliendo con el mandato divino, lo hizo porque Dios quiso que la roca tipificara a Cristo: «El hecho de que de la roca no mane agua hasta que la vara de Moisés la golpee, representa la verdad esencial de que el mediador debe recibir los golpes de la ley antes de ser la fuerza de la salvación ante un mundo sediento y destinado a perecer» (Sermones, 1836, 163-64). Al azotar a la roca por segunda vez, Moisés desbarata el plan de Dios o lo habría llegado a desbaratar si la acción posterior de Dios no hubiera permitido al predicador darse cuenta del significado del comportamiento de Moisés:

Tras golpear esta roca una vez, y ver que lo único que hace es no dar agua, sólo resta hablar a esta roca. La oración, si podemos utilizar la expresión, traspasará el costado atravesado del Cordero de Dios y de él brotarán frescos manantiales de esa corriente destinada a limpiar las naciones. De ahí que un segundo golpe a la roca signifique la violación de la integridad y la belleza del tipo, y habría representado la necesidad de un doble sacrificio por parte de Cristo y en consecuencia, el oscurecimiento de todo el proyecto evangélico.7

Por lo tanto, Dios castigó a Moisés para llamarle la atención sobre su comportamiento y sugerir otra entrada en el libro de las revelaciones de Cristo.

Melvill continúa examinando la historia, y encuentra otra razón, basada en el significado de la figura, de por qué Moisés no pudo penetrar en Canaán. «Recordaréis que Moisés, aunque debe morir antes de ver Canaán, resucitaría y aparecería en esta tierra siglos antes de la resurrección de la humanidad. Cuando Cristo se transfigura en el monte Tabor, ¿quiénes son esas formas fulgurantes que permanecen junto a él, y le hablan sobre la muerte que deberá enfrentar en Jerusalén? ¿Quiénes, sino Elías y Moisés? . . . Moisés es el representante de la multitud que resucitará de la tumba, y Elías de aquellos que, viviendo sobre la tierra, serán transfigurados sin ver la muerte» (Sermones, 1836, 165-66). Como parte de esta transfiguración, Moisés se convierte parcialmente en un tipo que todavía no se ha realizado.

Melvill retoma nuevamente su pregunta original y por tercera vez, encuentra una respuesta. ¿Por qué no se permitió a Moisés que completara su magnífico trabajo de liberación? «¿Por qué, salvo en cuanto Moisés representaba a la ley, la misma ley no puede nunca conducirnos a las moradas celestiales? La ley es como un maestro, y nos conduce hasta Cristo [Gálatas 3]» (185). Por tanto, Moisés como exponente de la ley judía, no puede entrar en la Tierra Prometida porque ello habría sugerido erróneamente que con la antigua dispensa se podría ganar esa salvación sólo posible a través de Cristo.

Algo muy interesante ha ocurrido aquí: mediante la identificación de este significado tipológico, Melvill parece estar diciendo que lo que el hombre Moisés como emblema significa tiene mayor importancia que lo que el hombre como agente hace. Da la impresión de que hiciera lo que hiciera el profeta, la carga del significado como figura y la carga de la referencia trascendental, le habrían impedido entrar en la tierra de leche y miel. Según una interpretación figurada de la historia, como la que encontramos aquí, los personajes existen simultáneamente en varios planos y en mundos separados. Para empezar, está Moisés como ser humano, un hombre que trata directamente con el Señor, y que habita en esta vida como todos nosotros. En segundo lugar, cada una de sus acciones, como las de todos los hombres, poseen un significado moral, puesto que existe en un universo moral, y porque el profeta tiene más importancia que muchos de los hombres que viven o han vivido, y cada acción guarda un significado doble, cada acción es emblemática de las acciones de la moralidad en la vida humana. En tercer lugar, destaca el hecho de que Moisés existe como una parte del esquema evangélico que Dios creó antes, o quizá fuera, de todo tiempo. Además, Moisés existe en modos o dimensiones diversas y divergentes dentro de esta estructura tipológica que subyace o está entretejida en la historia y en el tiempo terrenal. Moisés es primeramente una figura de Cristo, puesto que a semejanza de Cristo es portador de la ley y guía a su pueblo. En segundo lugar, él, como paradigma de la ley, es el tipo de aquellos que no logran el cielo, la Tierra Prometida, porque no reconocen a Cristo en su interior, y tercero, actualiza otro tipo, cuando al encarnar la ley, golpea la roca que es ahora la figura de Cristo, evidenciando así que Cristo debe morir a causa de la ley que ha venido a reemplazar. En cuarto lugar, al golpear la roca por segunda vez, Moisés es nuevamente el tipo de los que no entrarán en el cielo porque desobedecen a Dios, porque lastiman a Cristo con sus pecados y porque no rezan a Cristo. Lo que ha ocurrido es que mientras que se concibe a Moisés como un habitante que vive sólidamente en el mundo de los hechos físicos, del aquí y el ahora visible, también se concibe que mora multidimensionalmente en una esfera de significado sagrado.

Lo más sorprendente sobre esta visión de la historia es que Melvill, a diferencia de algunos predicadores evangélicos anteriores, no respalda que la lectura de los significados figurados sea esencialmente importante como ejercicio de meditación. En su lugar, Melvill constata que muchos tipos no han sido todavía realizados y que esperan su completud, y que el hombre, incluso el hombre de la época de la reina Victoria (�Queen Victoria), vive dentro de un universo tipológicamente estructurado. Ya hemos visto que debido a que Moisés es el precursor de aquellos que el día de la resurrección se levantarán de sus tumbas, él forma parte de un esquema tipológico todavía no consumado que abraza a los contemporáneos del predicador. Melvill también sostiene que no sólo los hombres individuales sino incluso las naciones enteras, deben contemplarse como porciones integradas en el propósito divino cuyo cumplimiento espera hasta la extinción del tiempo. Por ejemplo, la historia de los judíos, que deben ser considerados como «un pueblo tipológico», presagia tanto las historias de la raza humana como las de la Iglesia de Cristo.8 Este tópico también aparece en «La resurrección de los huesos secos»,9. Véase aparte, «La diáspora y la restauración de los judíos»,10. Y esto también ocurre con los que han oprimido a los judíos, puesto que

desde el principio, los enemigos de Dios y de su pueblo, engendrados en una determinada época, han servido como tipos de aquellos que se levantarán en los últimos días del mundo, y . . . los juicios que han experimentado se han realizado como para representar la venganza final sobre el Anticristo y sus seguidores. De ahí que tantas profecías parezcan requerir y admitir una doble consumación: apenas pueden delinear el tipo y a su vez no delinear el antitipo («La búsqueda tras el encuentro.» (Sermones, 1845, 156).

Los tipos, tan bien como Melvill lo expresa, deben ser vistos «expandiéndose . . . por todos los tiempos, y proporcionando los límites de la historia de este mundo desde el principio hasta la consumación final»11. Así, cuando predica sobre el texto de Zacarías 10: 1, que dicta que deberíamos pedir al Señor la lluvia aún tras la época de la lluvia reciente, Melvill comenta «que el tiempo debe incluir a toda la dispensa cristiana, y . . . debe abarcar tales días como los nuestros»12. El predicador insiste en que sus oyentes todavía existen dentro de la historia bíblica, dentro de un tiempo profético y figurado.

Que Ruskin, como su predicador favorito, se encuentre viviendo dentro de un tiempo sagrado y figurado quizá aparezca en aquellos argumentos que se inspiran en las leyes típicas del Levítico para demostrar la sacralidad del color y la necesidad del sacrificio en la arquitectura. Aquí, sin embargo, él enfatiza particularmente no esos tipos que aún deben consumarse, sino esas verdades contenidas en la ley tipológica que siguen siendo válidas. Un signo mucho más claro de que acepta la concepción figurada de la historia acontece cuando en Las piedras de Venecia utiliza los destinos de Tiro y Venecia como tipos de la Inglaterra decimonónica. Las páginas que abren esta obra evidencian forzosamente que cuando la escribió, creía que Dios estructuró el tiempo para que los acontecimientos de la narrativa escrituraria prefiguraran la historia contemporánea.

Aunque Ruskin compartió evidentemente con Melvill y otros evangélicos este sentido de la existencia en un tiempo figurado, su concepción del mundo como alegoría juega un papel extremadamente medular en sus escritos. Asimismo, aunque con frecuencia utilizó hábilmente la tipología, como en sus interpretaciones de Giotto, tales usos alegóricos son mucho más importantes que sus aplicaciones del figuralismo. Tanto esta concepción alegórica del mundo como sus ideas de la alegoría en general, derivan de la tipología evangélica, puesto que aunque los miembros de esta rama de la Iglesia, incluido «Melvill, mencionan la alegoría con desaprobación y desconfianza» y citan Cuento de una bañera de Jonathan Swift frente a las interpretaciones alegóricas de la Escritura, parecen mucho más conservadores que Melvill, quien normalmente se muestra bastante escéptico ante la alegorización (por oposición a la exégesis tipológica). Irónicamente, numerosos predicadores practicaron sin saberlo la alegorización bajo otro disfraz: el anglicano evangélico con tendencia a la interpretación figurada y elaborada con frecuencia empuja a los exegetas decimonónicos a desplazarse de la tipología a la alegoría, repitiendo así un fenómeno familiar en la historia de la exposición escrituraria. Mientras la tipología (o el figuralismo) que rastrea las conexiones entre dos acontecimientos únicos, destaca lo que un historiador de la exegética ha denominado una «situación similar», la alegoría, que interpreta una cosa cuando en realidad significa otra, no intenta establecer este paralelismo único y situacional (Fuentes y sugerencias bibliográficas/Sources and bibliographical suggestions). Estrictamente hablando, Moisés no es un tipo de Cristo. Más bien, «Moisés guiando a los hijos de Dios desde la esclavitud en Egipto hasta la Tierra Prometida» actúa como un tipo de «Cristo guiando a los hombres desde la esclavitud espiritual hasta el reino celestial». Así, aunque los escritores siempre hablan como si una persona o una cosa fuera la precursora de otra, en realidad se requiere que la situación y la acción contengan un tipo verdadero. Otra diferencia entre la interpretación figurada y alegórica es que, mientras en la tipología un ser físico o un acontecimiento real representan a otro ser físico o acontecimiento real, en la alegoría un objeto puede a menudo representar una doctrina o una idea abstracta, tal como la gracia, cuya duración no se puede confinar a un único momento o período en el tiempo. Así pues, aunque tanto las interpretaciones tipológicas como las alegóricas son metahistóricas, la tipología debe trabajar dentro del tiempo humano, mientras que la alegoría puede normalmente trabajar fuera de él. Podemos percibir esta traslación desde la lectura tipológica de la Biblia a la alegórica en los sermones de Melvill. Por ejemplo, cuando utiliza la noción tradicional, encontrada en Scott, Simeón y otros, de que la creación de las aguas por parte de Dios tipifica la gracia, está en realidad aplicando la alegoría y no el simbolismo tipológico. Aunque se puede argumentar que la creación física de las aguas personifica los incontables actos individuales de la gracia que han ocurrido y que aún han de ocurrir a lo largo de la historia, esto no constituye una verdadera «prefiguración», dado que el acontecimiento primigenio no está vinculado a un número concreto de acontecimientos concatenados sino a un número infinito de los mismos, y porque la débil conexión entre los eventos es mucho menos importante que el hecho de que una cosa, el agua, represente una doctrina teológica. En otras palabras, mientras el tipo centra la atención tanto en la existencia histórica como en su significado, la alegoría concede más importancia al significado. La diferencia entre los dos no es a menudo muy destacada, y por ello, los intentos evangélicos por ejecutar lecturas tipológicas intrincadas conducen al intérprete, como norma general, a desplazarse inconscientemente desde el tipo hasta la alegorización.

Al trabajar dentro de esta tradición evangélica de la interpretación escrituraria, el propio Ruskin con frecuencia prolonga el sentido primigenio del tipo para incluir la alegoría y el símbolo. Sin embargo, por más que amplíe el significado original del término «tipo», sus usos del mismo casi siempre aluden a tal significado original. Por ejemplo, dado que la tipología asume que en el nivel narrativo debe existir una persona o cosa que sea real e histórica, concede mucho más énfasis al nivel literal que la alegoría. A diferencia de la mayoría de los críticos decimonónicos, incluyendo a Arnold, que creían que una vez que los significados de la alegoría estaban claros, la narrativa tendía a desaparecer como una cáscara inútil, Ruskin da un énfasis esencialmente similar tanto al significante como al significado. La influencia de la tipología aparece en la teoría sobre la belleza tipológica de Ruskin, que subraya no sólo los elementos formales de lo bello sino su profundo significado teológico. Asimismo, sus teorías sobre el arte, formadas bajo la influencia de la tipología, le animaron a mantener un equilibrio entre los componentes formales de una pintura, su superficie estética y la complejidad de sus significados. Así, como observaremos en una sección posterior de este capítulo, cuando interpreta la alegoría de una de las obras de Turner, tiende a prestar atención tanto a la forma como a la iconografía.

Aunque tal relación entre la tipología y las teorías de Ruskin sobre la alegoría puede explicar por qué defendió un tanto desfasadamente los valores y los procedimientos del arte y la literatura alegórica, nos presenta otro problema, es decir, cómo en primer lugar pudieron Ruskin y otros evangélicos mantener la creencia en la tipología, una creencia que era obviamente un anacronismo en la era victoriana. La respuesta a la pregunta cómo los evangélicos pudieron apoyar esta creencia en el marco de un entorno intelectual hostil, reside en su convicción, algo que la Iglesia de Inglaterra nunca reconoció oficialmente, de que Dios había dictado literalmente las palabras de la Biblia. Esta doctrina no canónica de la inspiración verbal creó esa concepción del lenguaje fundamental en las lecturas alegóricas y tipológicas de la Escritura. Como Thomas P. Roche ha señalado en La llama amistosa, su estudio de La reina hada, «la lectura alegórica (o simplemente la alegoría) es una forma de crítica literaria con una base metafísica. Postula un universo verbal en cada lugar que se corresponde con el mundo físico en el que vivimos, y que supone una visión realista del lenguaje»13. Ambas, la alegoría y la interpretación alegórica, dependen y crean implícitamente una visión realista del lenguaje, una visión que desde finales del siglo XVII ha costado cada vez más aceptar. Mientras los hombres dieron por sentado que el lenguaje se correspondía con, o participaba en esencias, el arte alegórico y la lectura alegórica de la Escritura fueron posibles y quizá inevitables. Pero después de que Hobbes y Locke identificaran el lenguaje no con la metafísica sino con la psicología, la concepción realista del lenguaje como base de la alegoría llegó a ser considerablemente inaceptable. Hobbes, que negó que las palabras tuvieran esencias, creía que el lenguaje era sólo un vehículo «por el cual los hombres registran sus pensamientos»14. Por ello, no existe tal cosa como «un universal, y sólo existen en el mundo universal los nombres, puesto que las cosas nombradas son cada una de ellas individuales y singulares» (23). Asimismo, en Ensayo sobre el intelecto humano, Locke constata que el lenguaje funciona como un signo de las ideas dentro de la mente del hablante que comunica estas ideas a otra persona15. Según Locke, la convención humana, y no la participación en las esencias o la correspondencia con ellas, establece el significado. Además, debido a que el hombre no tiene acceso a ninguna existencia metafísica, no puede por tanto definir sus palabras haciendo referencia a algo que reside por encima o más allá de él. Las palabras se definen en último caso en referencia a la mente del hablante. Una vez que Hobbes y Locke trasladaron la realidad del lenguaje desde la metafísica a la psicología, desde el ámbito externo de las formas al ámbito interno de la mente, disolvieron simultáneamente los cimientos lingüísticos de la alegoría.

Los anglicanos evangélicos no mantuvieron su concepción realista del lenguaje bíblico oponiéndose conscientemente a Locke y a sus herederos filosóficos, los empiristas escoceses tales como Thomas Reid, Dugald Stewart, y Adam Smith. Teoría de los sentimientos morales de Smith recibió de hecho algo parecido a una aprobación oficial cuando Cristianismo práctico de William Wilberforce (1797) citó esta obra favorablemente. Pero aunque los evangélicos aceptaron la filosofía empirista, fueron sin embargo capaces de leer la Escritura figurada y alegóricamente, porque creían, como Melvill había constatado en «Las ventajas resultantes de la posesión de las Escrituras», que «La Biblia es verdaderamente una comunicación divina dado que sus palabras llegan a nosotros a través de la voz del Todopoderoso, misteriosamente sílaba por sílaba y alimentadas por su hálito desde el firmamento» (NY, 1854, I, 159). Esta doctrina evangélica de que la Biblia era literalmente la palabra de Dios puso a las Escrituras en una categoría especial en la que escapaba a las teorías empiristas del lenguaje, y dado que Dios había dictado las palabras de la Escritura, estas palabras, a diferencia de otras, participaban necesariamente de una realidad suprema. En otros términos, los evangélicos aceptaron la noción de Locke de que el contexto creado por la mente del hablante definía en último lugar el lenguaje, y después identificaron el lenguaje escriturario con la mente eterna de Dios.

Sólo el conservadurismo del partido evangélico, que lo aisló durante un tiempo de las implicaciones corrosivas de la especulación histórica y científica de aquel entonces, permitió a sus miembros conservar su creencia no canónica en la inspiración verbal. Ruskin pronto perdió tal convicción, pero no antes de que se formaran sus hábitos de lectura. A mediados del siglo XIX, cuando los grandes predicadores evangélicos estaban perfeccionando sus métodos elaborados sobre la interpretación figurada y alegórica, las fuerzas combinadas de la ciencia natural, la crítica bíblica, y la filología comparada estaban ya demostrando claramente que la Biblia no podía ser literalmente verdadera.16 La geología, la ciencia favorita de Ruskin, había mostrado que los relatos escriturarios del mundo físico, en concreto el de la edad de la tierra, no podían ser correctos, mientras los estudios bíblicos que emanaban de Alemania, demostraban que la Biblia no era un documento homogéneo, sino algo que había evolucionado a través de la historia.17 Tanto el trabajo de Colenso como Ensayos y reseñas fueron dos de entre los múltiples factores que socavaron la doctrina evangélica. La filología comparada que reveló que el hebreo no era, como muchos evangélicos pensaban, un lenguaje único y separado de los otros lenguajes, erosionó más la doctrina de que la Biblia era la palabra de Dios. Su creencia en la inspiración verbal permitió a los evangélicos interpretar la Biblia figurada y alegóricamente mucho tiempo después de que la base lingüística común de tal interpretación desapareciera, pero una vez que las fuerzas corrosivas de la erudición histórica y científica minaron la creencia evangélica en la inspiración verbal, se hizo evidente, incluso para muchos del partido evangélico, que la tipología y la alegoría no se podían usar para interpretar la Escritura. Así, en el momento concreto en que Melvill y otros sacerdotes evangélicos se aproximaron demasiado a la exégesis medieval, el clima intelectual del siglo XIX estaba empezando a desgastar las doctrinas fundamentales del partido evangélico. Durante la segunda mitad del siglo XIX, este segmento de la Iglesia anglicana perdió poder, a medida que los ingleses se volvieron cada vez más bien hacia partidos menos conservadores de la Iglesia o bien hacia la descreencia. Una vez que hemos ya observado cómo la fe del propio Ruskin cambió gradualmente, se evaporó y regresó bajo una nueva forma, sólo nos queda ahora examinar otras fuentes de interpretación tipológica con las que se encontró como niño y adolescente.


Modificado por última vez el 26 de julio de 2005; tracidio el 15 de febrero de 2011