[Extraído de Sermones, 2 vols. Londres, 1843, II: 258-88. Dado que probablemente los lectores no podrán localizar las versiones impresas de este texto, he incluido las divisiones de las páginas del original. Así «276/277» indica el final de la página 276 y el comienzo de la página 277 de la edición de 1843. Las citas de la Biblia pertenecen a la Biblia de Jerusalén. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1976. Las referencias bíblicas intratextuales de los pasajes bíblicos concretos no aparecen en la versión original, salvo la de la cita que abre el sermón. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.].



«Al salir, encontraron a un hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar su cruz» [Mateo 27: 32].

Este mismo hecho lo registran y casi en idénticos términos, San Marcos y San Lucas y podemos pensar que tres evangelistas no lo habrían insertado en sus narraciones a menos que mereciera más atención de la que normalmente parece recibir. San Juan no deja constancia de la misma circunstancia cuyo propósito era más bien suplir las deficiencias de los evangelios anteriores en vez de repetir sus enunciados. Pero San Juan nos permite comprender mejor cómo Simón tuvo que portar la cruz, puesto que no podemos determinar a partir de los tres evangelistas si primeramente la llevó Cristo. ésta es una cuestión importante como percibiréis después, ya que poco podemos deducir o nada, del hecho de que se obligó a Simón a llevar la cruz si no estuviéramos seguros de que primero fue Cristo quien la llevó. Pero esto no lo afirman ni San Mateo, ni San Marcos ni San Lucas. Estos evangelistas simplemente mencionan que los soldados, según retiraban a Jesús para crucificarlo, se encontraron con Simón el cireneo y le forzaron a ser el portador de la cruz, pero independientemente de nuestras conjeturas o de nuestras conclusiones de la práctica usual de los romanos, no podemos estar seguros de esto, de que Cristo llevó su cruz hasta que otro tuvo que acarrearla.

Pero San Juan, omitiendo toda noticia de Simón, dice expresamente de nuestro Señor: «Y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario» [San Juan 19: 17]. éste es un bello ejemplo de la dulzura con la que el cuarto evangelista se puede percibir que observó lo que faltaba en los otros tres, rellenando por así decirlo, una hendidura o introduciendo un vínculo para completar la narración o unir sus partes desmembradas.

A través de la combinación de los relatos de varios historiadores, ahora sabemos que cuando Pilato entregó a nuestro Señor a la voluntad de sus enemigos, los soldados, siguiendo la práctica común con respecto a aquellos sentenciados a la crucifixión, colocaron sobre él la cruz en la que moriría. Tras llevarla durante una cierta distancia, los soldados, por una u otra razón, se la quitaron y obligaron a portarla a un cireneo con el que por casualidad se encontraron, y este Simón la condujo hasta el Calvario. No sabemos ciertamente quién fue Simón o si se trataba de un discípulo de Cristo o no. San Marcos le menciona como «el padre de Alejandro y Rufo» [Marcos 15: 21], pero aunque esto parece indicar que tanto él como su familia eran bien conocidos por aquel entonces, no nos ayuda a determinar su concreción. La probabilidad es que pareció por lo menos favorecer a Cristo, que esta disposición fue una cuestión notoria y que nada es más previsible que a causa de su vínculo con Jesús y con el propósito de exponerle al ridículo público, los soldados le coaccionaran a trasladar la cruz.

Pero admitiendo la probabilidad de que defendiera la causa de Cristo y de que esto se supiera, no tenemos ningún medio para deducir si era un judío o un gentil, puesto que la historia eclesiástica no proporciona nada más relativo a su caso más allá de lo que los evangelistas comentan. Realmente, en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se enumeran los profetas y los maestros de la Iglesia de Antioquía, nos encontramos con la mención de «Simeón llamado Níger» [Hechos 12: 1]; muchos han imaginado que éste podría ser «Simón el cireneo», siendo su apellido Níger o negro y que su nombre estaba en consonancia con su lugar de nacimiento, dado que Cirene era una ciudad y una provincia de Libia dentro de áfrica. Si su identidad pudiera determinarse, no habría duda de que Simón fue judío, pero la similitud en el nombre es meramente la que ha llevado a esta suposición, e incluso esta semejanza es insuficiente para apoyar ninguna teoría, puesto que el mismo evangelista habla de Simón el cireneo y de Simón llamado Níger. Por lo tanto debemos contentarnos con permanecer en la ignorancia sobre el individuo que portó la cruz de Cristo porque este oscurantismo no interfiere en la lección que debe extraerse a partir del suceso.

El acontecimiento en sí mismo, como ya hemos insinuado, es aquel que puede pasarse por alto fácilmente, pero que quizá sólo requiere considerarse cuidadosamente para apreciar íntegramente su interés e instrucción. Unámonos a la multitud que rodea en masa a Jesús, a medida que él, con pasos lentos y desvanecidos, sube penosamente hacia el Calvario. Hay un momento de pausa: topan con un individuo que viene del campo, los soldados le apresan y le obligan a portar la cruz que el Redentor ha conducido hasta el momento. éste es el incidente sobre el que tenemos que reflexionar. No avanzaremos con la multitud indignada, sino que, sentándonos, examinaremos qué verdades y lecciones se pueden derivar de lo que acabamos de observar, es decir, que «Al salir, encontraron a un hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar su cruz» [Mateo 27: 32].

Por tanto es muy interesante señalar cómo el cumplimiento de una antigua profecía parece a menudo depender de un hilo, de modo que la mínima cosa, pensamiento o palabra, podría bastar para prevenir su acaecimiento. Existen múltiples predicciones en relación con Cristo que sólo sus enemigos podrían consumar y a partir de las cuales podríamos haber esperado que estos enemigos, ansiosos por desautorizar sus afirmaciones, habrían sido demasiado astutos para asistir a tal cumplimiento. La maravilla es que susodichos enemigos no estaban tan alertas como deberían haberlo estado o como para permitir cosas que, si se hubieran parado a considerar, habrían visto que eran evidencias de que Jesús era el Mesías. Se podría esperar que teniendo en su mano las profecías que ellos mismos aplicaban a Cristo, deberían haberse esforzado por evitar, en la medida de lo posible, su consumación aparente en Jesús de Nazaret. Y no obstante, como si estuvieran judicialmente ciegos, ellos mismos fueron quienes provocaron dicho cumplimiento, en casos además en los que la prevención parecía estar en su poder. ¿Acaso no conocían lo que Zacarías había predicho en referencia con el precio por el que Cristo sería vendido? Y sin embargo, vendieron a Jesús por la misma suma. Un pensamiento falto, una moneda añadida o restada, y el cumplimiento de una célebre profecía en Cristo, al que crucificaron, habría fracasado. Así nuevamente, qué fácil habría sido, y para hombres que estaban buscando refutar las pretensiones de Jesús, qué natural, cuidarse para no darle vino mezclado con hiel en la cruz, y para que los soldados no se repartieran su vestido ni se echaran a suertes su túnica. No habría existido ninguna dificultad en estos u otros aspectos similares a la hora de ocultar la satisfacción de la profecía; y el prodigio es que los hombres que estaban familiarizados con la profecía, acostumbrados a aplicarla al Mesías, y ávidos por probar al mismo tiempo que Jesús no era el Mesías, efectuaron o permitieron su consumación, completando así la evidencia de que tenían plenos poderes, como parecía, para debilitar o mutilar.

Esto es una prueba sorprendente de la total certidumbre con la que Dios puede contar con cada trabajo de la mente humana, de que pudiera así haberla depositado en poder de los amargos enemigos de Jesús para que detuvieran el cumplimiento de las profecías. Podría haber modelado las predicciones para que un único pensamiento y para que la probabilidad de aparición de cualquier pensamiento bastara como para esquivar la realización en su Hijo y al tiempo estar tan seguro para que cada hecho ocurriera fidedignamente como si él mismo lo hubiera decretado tan duraderamente. No es que Dios interviniera por medio de ninguna influencia directa para hacer que los hombres actuaran como había vaticinado que lo harían, puesto que habría supuesto que él había participado en su maldad, tanto en su consumación como en su pronóstico. Dejó a su aire a los enemigos de Cristo con suficiente libertad como para asumir su propio curso, pero su presciencia le aseguró cuál sería ese curso, y actuando simplemente en base a su clarividencia, podría haber hecho que esta profecía se malograra por los pelos, mientras que su cumplimiento sería tan seguro como si hubiera ocurrido.

Y consideramos que tenemos en la narración que estamos examinando un ejemplo de una profecía que se consumó así, cuando pudo haber estado a punto de no cumplirse. No existe mayor tipología ilustre del Redentor, presente en el sacrificio de Dios, que la que encarna Isaac al que, bajo el mandato divino, su padre Abraham se preparó para ofrecer en el monte Moria. Tenemos toda la razón para suponer que, en y a través de esta oblación tipológica, Dios instruyó al patriarca sobre la gran verdad de la redención humana; de modo que fue cuando permaneció junto al altar y levantó su cuchillo para asesinar a su hijo, cuando Abraham se dio cuenta del resplandor del día de Cristo y se regocijó en el conocimiento de la propiciación del pecado. Y fuera cual fuera la medida en la que se instruyó a Abraham sobre el significado figurado del ofrecimiento de Isaac, no puede haber duda entre nosotros de que en este punto se representó fielmente el sacrificio de Cristo, el sacrificio presentado en la completud del tiempo en el mismo lugar al que Abraham se dirigió para inmolar a su hijo.

Pero quizá una de las partes más significativas y sin lugar a dudas una de las más impactantes de la transacción es aquella en la que se obliga a Isaac a llevar la leña con la que será presentado en sacrificio a Dios. Leemos que «tomó Abraham la leña del holocausto y la cargó sobre su hijo Isaac» [Génesis 22: 6]. ¿Podemos pensar que esto se hizo sin instrucción explícita por parte de Dios? Apenas resulta creíble. Abraham, lleno de ternura hacia Isaac, toda su alma añorando sobre el hijo de su amor y agonizante ante la orden que se apresuraba a obedecer, no habría depositado la pesada carga sobre el muchacho, a menos que estuviera conforme con el mandato divino. De Abraham se nos dice que «tomó en su mano el fuego y el cuchillo» [Génesis 22: 6]. De modo que todo lo que el patriarca debía portar era ligero; lo único oneroso, y realmente lo debió ser, si había suficiente leña para tal holocausto como Abraham esperaba, fue lo que se había amarrado al chico: increíble, podemos decir, si el padre se hubiera encontrado solo, puesto que la conciencia de que en breve atravesaría el corazón de su hijo, únicamente haría que su ternura y su afecto aumentaran hasta que llegara el momento fatal. Asumimos por tanto como una orden expresa de Dios que la leña para el holocausto debía recaer en Isaac, ya que era una parte de la tipología, y tomando ésta como una profecía, simplemente podemos hablar de un fallo en su cumplimiento como si no hubiera nada que respondiera por ello en la oblación de Cristo. Y para aquellos que desconocían todo sobre el modo exacto del sufrimiento de Cristo, éste podría parecer uno de los fragmentos más oscuros de la tipología: cómo la víctima del sacrificio portaría la madera con la que moriría fue una pregunta que apenas se podría responder hasta saber que la muerte sería la muerte de la cruz.

Pero la tipología se realizó íntegramente en este detalle singular cuando nuestro Señor fue guiado y portó su cruz. Esto, literalmente, aludía a Isaac llevando la leña para el holocausto. Sin embargo, ¡qué cerca estuvo la profecía de malograrse! Sólo representó una parte del camino por el que Cristo llevó la cruz. Los soldados se la quitaron y la pusieron sobre otro, mientras que en un primer momento podrían haber agarrado a algunos de los transeúntes y haberles trasladado la carga. No era indispensable que el propio Cristo la llevara dado que ante tal suposición, este peso no habría sido transferido. Y si cualquiera de los fariseos o escribas, recordando la típica historia de Isaac, concluyendo que no debía pronosticar la de Jesús, hubiera sugerido a la soldadesca, quizá con compasión fingida, que podía también llevar la cruz otra persona, es bastante probable que hubieran respondido ante tal sugerencia y hecho desde un principio lo que estuvieron dispuestos a hacer tras una pequeña demora. Esta tipología se acercó sobremanera a su incumplimiento y faltó muy poco para prevenir la realización de la predicción señalada. Pero Dios, que era capaz de expresarse a través de su siervo Zacarías sobre treinta monedas de plata como el precio de Mesías y estar seguro de que una profecía, que él había hecho y que era fácil romper, se cumpliría al pie de la letra, podía ordenar asimismo que la leña fuera amarrada a Isaac y saber que, a pesar del carácter palpable de la tipología, la cruz recaería sobre Cristo.

Y ésta es la primera reflexión que tenemos que hacer conforme vemos que Simón el cireneo es forzado a trasladar la cruz detrás de Cristo. Si nos hubiéramos encontrado con la procesión cuando avanzó un poco más, podríamos haber dicho, que este hombre que sufría y que era conducido a la muerte, no podía ser el Mesías, la anti-tipología de Isaac, puesto que no lleva la leña en la que va a morir. Pero ahora hemos asistido a la transferencia de la cruz, y sabemos que no fue depositada sobre Simón hasta que Cristo la llevó, es decir, hasta que la tipología se cumplió e Isaac reapareció en otra figura mucho más excelsa que él mismo. Y es la transferencia de la cruz la que hace que la consumación de la tipología sea tan extraordinaria. Si Cristo hubiera conducido la cruz hasta el final, podríamos haber pensado que la culminación de la tipología era definitiva, considerando su realización como algo seguro por parte de las costumbres conocidas de la ejecución romana. Pero aquí su realización peligra, ya que sólo duró una parte del tiempo, y de hecho podría no haber ocurrido en absoluto, bien por capricho de los soldados o por decisión de los escribas que podrían haberlo evitado por completo. Y parece que tengo ante mí una bella evidencia de cómo la clarividencia de Dios puede garantizar los detalles más minuciosos de cada giro de pensamiento humano, de cada movimiento de la voluntad humana, cuando veo que Jesús en realidad avanzó portando su cruz y por tanto materializando una predicción ilustre, pero que poco después, por lo que sé, en el curso de varios minutos, los soldados se la traspasaron a un tal Simón, un cireneo, y le forzaron a llevarla tras Cristo.

¿Pero qué fue lo que indujo a los orgullosos y crueles soldados a conceder esta pequeña indulgencia al Redentor y a aliviarlo durante un tiempo de la carga de la cruz? Ya hemos supuesto que Simón el cireneo fue atrapado a causa de que se sabía que favorecía la causa de Cristo y en parte, por tanto, con la finalidad de exponerle al ridículo. Pero imaginamos que ésta no fue la única ni incluso la razón principal. Si la condición en la que Cristo se encontraba no hubiera sido tal como para sugerir, en algún sentido, la necesidad de aliviarle de la carga, apenas podemos pensar en la necesidad de hacer desaparecer la cruz. Pudo ocurrir que incluso los soldados se sintieran conmovidos por algo semejante a la compasión conforme vieron al Redentor tambaleándose bajo tal fardo. Pudo ocurrir que temieran que si entonces acosaban a la víctima inocente, la muerte sería segura antes de alcanzar el lugar de la ejecución, y le robarían a su mártir. O pudo acontecer que aquellos ansiosos por crucificar al Salvador estaban impacientes por el retraso ya que sus débiles pasos eran demasiado lentos para su malicia y en consecuencia, exhortaban a la descarga de la cruz para que pudieran acelerar el momento en el que pudieran sujetarle a ella mediante clavos.

Pero en cualquier caso, debió ser la condición exhausta de nuestro Señor la que motivó la eliminación de la cruz y su transferencia a Simón, porque, ante todos los ojos, Cristo era incapaz de llevarla hasta el Calvario. Y es justamente esta nota accidental la que suple el lugar de una narración extensa y nos deja, por así decirlo, delante de la grandeza de la fortaleza del Mediador. Uno no puede evitar sorprenderse al leer los relatos de la crucifixión y experimentar una total ausencia de tales expresiones de dolor o constataciones de su sufrimiento que abundan en las meras historias humanas de algún suceso trágico. A excepción de esa exclamación, de lo más emocionante, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», el agonizante Redentor no pronuncia ni una palabra más de la que se pueda deducir su dolor. E incluso esta interjección indicaba una angustia mental en vez de corporal: el grito profundo y lastimoso surgió de Cristo, a causa no de las torturas de la crucifixión, sino porque su Padre le ocultó y eclipsó su rostro. Pero aparte de esto, San Juan registra también que Jesús, a medida que estaba colgado en la cruz, exclamó «Tengo sed» [Juan 19: 28] lo cual puede interpretarse como una expresión de padecimiento corporal. Pero es destacable que el evangelista afirma nítidamente que Jesús dijo esto «para que se cumpliera la Escritura» [Juan 17: 12], con el propósito de dar satisfacción a la predicción, «En mi sed me han abrevado con vinagre» [Salmo 69: 22]. San Juan parece implicar que Cristo no habría dicho nada sobre su sed si no hubiera recordado una profecía que todavía tenía que cumplirse, de modo que la interjección apenas se puede identificar como prueba de la grandeza de la angustia corporal.

Y no sería muy difícil trazar algo similar a una teoría plausible sobre que el Redentor era incapaz de experimentar sufrimiento corporal, puesto que es suficientemente evidente que no falleció llevando a su naturaleza a un grado extremo: no se sentía exhausto, sino que voluntariamente expiró su alma y cuando añadimos esto al hecho de que no expulsó ni una sola palabra de la que deducir con seguridad que él sufrió en la carne, parece ciertamente existir alguna razón para suponer que, aunque tenía una forma humana, era invulnerable al dolor humano. Y no es necesario que mostremos la fatalidad de semejante suposición para todo el sistema cristiano puesto que todos vosotros sabéis que si Cristo no hubiera sido, en el sentido más estricto, un hombre, un hombre como uno de nosotros excepto en el pecado, no podría haberse comportado con tanta confianza a la hora de apartar de nosotros la ira de Dios. Pero no pudo haber sido un hombre como nosotros a menos que al igual que nosotros hubiera sido vulnerable al dolor como para sentir y para sufrir profundamente en sus sentimientos, los azotes, los zarandeos y la penetración de los clavos. Parece por lo tanto que es para nosotros inmensamente valioso aunque sólo se tratara de su sometimiento ante el temible proceso de la crucifixión. Si el menor signo de angustia se escapó de él, aunque fuera de angustia corporal puesto que la mental es otra cosa distinta, lo manifestó en el huerto así como en la cruz, pero fue puramente mental y no demostró nada en lo concerniente a su carne. Si el más mínimo síntoma de angustia corporal se hubiera escapado de él, una mirada, un grito, un respingo convulsivo, y los evangelistas lo hubieran mencionado, habría servido para identificar al Redentor con nosotros mismos, para hacernos sentir que él fue de hecho, «hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne» [Efesios 5: 30]. Pero una crucifixión sin la más ligera manifestación de dolor, bueno, con tal exhibición de superioridad sobre el dolor, de modo que el crucificado pudiera enumerar las profecías que aún quedaban por cumplirse, dar instrucciones relativas a que su discípulo amado acogiera en su casa a su madre y determinar en qué momento su alma le abandonaría . . . todo esto parece casi como si Aquel que colgaba de la cruz no sintiera la sensación de la tortura, y ¿cómo entonces pudo ser mi congénere en todo salvo en la depravación, mi hermano en todo salvo en la culpa?

Pero aquí el incidente sobre el que estamos disertando llega y difumina toda duda. No podría ahorrarme este suceso, puesto que sirve justamente para asegurarme los sufrimientos corporales de Cristo; para mí representa lo que habría sido un gemido arrancado a la fuerza, un testigo decisivo de la maravillosa paciencia del Redentor que no indicó en modo alguno que sintiera nada en su carne. Porque, ¿cuál es el motivo por el que se le quita la cruz y ésta es traspasada a Simón? Porque él apenas podía avanzar, tal era su cansancio por lo que estaba soportando y por la opresión de la carga. Ya había sido azotado y zarandeado. Había sido golpeado en la cabeza con una caña: su ceja había sido perforada con las espinas, insultos crueles se habían amontonado en torno a él, dado que los soldados le habían vestido de púrpura y le habían hecho reverencias mofándose ante él, diciendo, «Salve, rey de los judíos» [Juan 19: 3]. Y los evangelistas no proporcionan ni la más mínima insinuación de que, por medio de este trato encarnizado e ignominioso, expresara alguna manifestación de dolor. Podría haber sido algo más que un estoico, ser indiferente al dolor; podría haber tenido una naturaleza incapaz de sentir el dolor. Pero cuando le ponen la cruz encima, y pasado un rato, se siente más y más desfallecido bajo su lastre, ¡Ah!, entonces se ve cómo todo por lo que su cuerpo pasó lo atestiguaba: no habría sentido nada si no hubiera expresado sus sentimientos, y ahora que se tambaleaba débilmente, casi postrado a causa de su carga como un mártir que se hundía y cuyos pasos parecían con probabilidad ser los últimos, se hizo cada vez más evidente que era simplemente un hombre en la carne trémula que se estremecía, y si no, habría sido algo más que un hombre en todo su poder sobre el cuerpo y el alma. Y así, el incidente narrado en nuestro texto y que puede fácilmente ser esquivado en un vistazo superficial resulta muy consolador para los que buscan confianza en que el Mediador «sufrió y fue tentado» y que el hecho misterioso de la combinación en una única persona de la naturaleza divina y la humana no le libró de la capacidad del dolor ni le desposeyó a la hora de simpatizar con los que gimen y los oprimidos.

Os decimos nuevamente que no podríamos orillar este suceso puesto que dejaría un vacío en las historias evangélicas que excedería nuestro poder para llenarlo. Tenemos evidencias de que Cristo podía pasar hambre y sed, así como cansarse, y que todas estas pruebas son demasiado preciosas ya que testifican sobre la humanidad real del Salvador. Pero sin embargo, tal evidencia dista de ser considerable y si la situamos frente al relato de la crucifixión en el que no hay ni una sola prueba de que experimentara ningún dolor, podría ser difícil encontrar una demostración convincente de que Cristo sufrió en su cuerpo como uno de nosotros. Lo que queremos es un testigo fiable de que su incapacidad ante el dolor corporal no era superior a ninguno de nuestra raza, pero justo donde tal testigo puede naturalmente buscarse, en los relatos de su resistencia con la que se presentó a sí mismo en sacrificio a Dios, no podemos localizarlo ni en lo más mínimo si eliminamos la narrativa de la conducción de la cruz. Observo al Intercesor con una especie de temor y de sobrecogimiento a medida que parece ser imposible que la malicia y la crueldad pudieran arrancarle un suspiro o un quejido. Contemplo con un asombro absoluto conforme es lacerado por los latigazos, golpeado por rudas manos, atormentado por la chusma, y sin embargo no se le escapa ni un signo de su sufrimiento ante las heridas ni una contorsión ante estos ultrajes. Y según es clavado a la cruz, y después esa cruz tensándose ante la carga viviente es elevada desde el suelo y obligada a temblar en su anclaje, no puedo sino esperar el tenue lamento de angustia, cuando no el grito salvaje y penetrante; y aún me sorprende más la presencia de ese silencio profundo y sepulcral en vez de que el aire se rasgara con los aullidos del mártir. ¿Es este hombre como Dios, sobre el cual el dolor no parece tener ningún poder? ¿Es su humanidad algo más que un espectro? ¿Es real y así, ante toda apariencia, invulnerable al dolor? ¡Ah!, no lo es: ha sentido el azote, los clavos y el ajustamiento de la cruz. Si la víctima podía suprimir las expresiones de la agonía, su amargura no es por eso menos real ni menos intensa. Ya ha mostrado que siente lo que soporta. Ya ha evidenciado suficientemente, para asegurar a los más dubitativos, que es verdaderamente un hombre con todas las susceptibilidades de un hombre, con su conciencia del dolor y su capacidad para ser torturado, puesto que a medida que salía de la ciudad portando su cruz, se sentía tan agotado a causa de sus padecimientos, tan debilitado por la pérdida de sangre, tan exhausto por la fatiga que incluso sus enemigos implacables sintieron lástima de él o temieron que muriera antes de ser crucificado: «los soldados encontraron a un hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar su cruz».

Ahora bien, hasta el momento, hemos considerado el incidente de la transferencia de la cruz refiriéndonos exclusivamente a nuestro Salvador, examinándolo primeramente en conexión con una antigua tipología para después ilustrar la realidad de los sufrimientos a través de los cuales Cristo pagó la expiación por los pecados del mundo, pero no hemos abordado aún el incidente en sí mismo en su faceta tipológica o simbólica, aunque no podemos poner en duda que un acontecimiento que posee aparentemente tanto significado, se diseñara para ser recibido como una parábola e interpretado como un lección ante la Iglesia.

Sé que no podéis evitar recordar que en más de una ocasión, Cristo habló de tomar y de portar la cruz cuando deseó representar lo que se requeriría de sus discípulos: «El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí» [Mateo 10: 38], «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» [Lucas 9: 23], «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, toma tu cruz, y sígueme» [Marcos 10: 21]. No puede haber duda de que, al adoptar esta imaginería peculiar, al hacer de la conducción de la cruz la prueba del discipulado, nuestro Señor aludía a su propia crucifixión, y que la metáfora y la figura discursiva fue aquella cuyo uso debe haber surgido de la muerte en la que vaticinaba que moriría. Y es únicamente en consistencia con el curso uniforme de la enseñanza pública de nuestro Salvador donde podemos esperar que se encuentre la misma lección relativa a los emblemas o acciones significativos presentes en sus sermones o conversaciones. Todos sois conscientes de que los milagros actuaron como parábolas, que gran parte de lo que Cristo habituaba a afirmar en palabras, lo ponía en práctica figuradamente en aquellas acciones que daban testimonio de él como un Maestro al servicio de Dios. Los milagros no sólo fueron sus credenciales como profeta, sino que alegaron la naturaleza de sus enseñanzas, y corroboraron su autoridad para instruir. Y si el deber de portar la cruz, con frecuencia nombrado como es en los discursos sobre Cristo, hubiera sido algo admitido para su divulgación a través de los milagros, podemos creer que mucho antes habría sido anunciado tanto figurada como verbalmente. Pero dado que Cristo sólo portaría literalmente la cruz una única vez, puede que no existiera ninguna sugerencia o que se diera el caso para la exhibición tipológica hasta el día del asombro y del temor, cuando fue entregado a la voluntad de sus enemigos. En aquel momento, sin embargo, se ordenó que la verdad, exhortada con tanta asiduidad en los discursos, se mostrara a través de actos relevantes, de modo que cuando el Redentor tiene literalmente que guiar una cruz, uno de sus partidarios porta también literalmente esa cruz.

Y desconocemos si la lección figurada no debería considerarse como algo que trasciende lo verbal. De lo que el Salvador había hablado y lo que había mandado era simplemente que se llevara su cruz, las obligaciones a desempeñar y la sumisión ante el sufrimiento ante los cuales la naturaleza podría mostrar aversión, pero que habían sido asignados a aquellos que querían ganar la vida eterna. No había hablado de su propia cruz como aquella que sus discípulos deberían llevar, pero ahora, antes de partir de este mundo, les enseñaría que no sólo debían aguantar algún tipo de cruz si estaban dispuestos a seguirle a la gloria, sino que debían soportar la misma cruz que él. Y puede ser en referencia a esto, a la semejanza de la cruz sobrellevada por el Maestro y por sus discípulos por lo que San Pablo utiliza una expresión muy admirable al escribir a los colosenses: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» [Epístola a los Colosenses 1: 24]. Las tribulaciones de Cristo no faltaron, en tanto en cuanto fueron propicias, y si hubieran sido deficientes, ningún apóstol, ni ninguna congregación apostólica podría haber completado aquello que quedaba pendiente. Sin embargo, esto es lo que San Pablo se representa a sí mismo haciendo, y sólo podemos comprenderle al hablar de sus tribulaciones que surgen por las mismas razones, que son soportadas por los mismos fines que los del Redentor y sobre todo, igualmente necesarias para la Iglesia, de hecho no en el sentido de la expiación de su culpa, sino en que son definitivas en cuanto al incremento de su cantidad. San Pablo, como Cristo, fue perseguido por el bien de la rectitud, y como Cristo, se sometió a la persecución con la finalidad de beneficiar a otros. Por lo tanto sus sufrimientos pueden ser referidos como una parte de ese conjunto de desgracias que debían experimentarse para la salvación del cuerpo, la Iglesia. En consecuencia la representación del apóstol de cara a sí mismo es precisamente aquella que podemos extraer del último ejemplo de Cristo sobre la enseñanza simbólica, el discípulo portó la cruz que su maestro había llevado, igual que la cruz llevada por Simón había sido conducida por Cristo.

Pero no descartemos apresuradamente la lección simbólica como si no fuera lo suficientemente importante como para reflexionar sobre ella cuidadosamente, o como si estuviéramos demasiado familiarizados con ella para pedir a menudo su repetición. No existe un error más grande que aquel que identifica el logro de la vida eterna como algo fácil. Justamente porque el Cristianismo es la revelación del perdón libre a los transgresores, el anuncio de una interposición asombrosa de la Deidad a favor nuestro, una intercesión solicitada para los culpables sin dinero y sin precio, y ante la que se requiere la plena justificación, se sospecha que hay poco, si acaso hay algo, que los pecadores puedan hacer, y que la salvación no exige esfuerzos al ver que declaradamente ningún empeño lo merece. Pero una y otra vez la protesta debe alzarse en contra de una teoría tan opuesta al Evangelio y tan fatal para el alma. Existen tales aspectos como son las condiciones para la salvación, y la aseveración e insistencia en las condiciones de la salvación no son para legalizar la gracia de Dios ni para frustrarla, ya que la salvación es un don gratuito: dejad que la lengua se aferre al paladar en vez de expresar sílabas que parezcan inculpar la gracia y libertad con la que se otorga tal don. Pero éste sólo se concede a aquellos que «por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad» [Romanos 2: 7]. Y como sigue siendo un don, no puede ser la «perseverancia» la que lo procura, puesto que entonces sería una deuda, dejando de ser un don. No obstante, tal «perseverancia» la requieren todos aquellos que esperan esta dádiva, y se necesita como una condición, una condición sin la cual a Dios no le agrada conceder pero que bajo ningún concepto, le obliga a otorgar y que por lo tanto, cuando se ejecuta de un modo extremadamente rígido, no le resta nada a la libertad ilimitada de tal don. Y así, con toda su gratuidad, con toda la aseveración de su insuficiencia humana, con todo lo que profesa acerca del perdón y de la rectitud, el Evangelio plantea una exigencia incesante en cada energía, pidiéndonos que nos reconciliemos con el temor y el miedo ante «esa salvación que nos está destinada y que agradecidamente confesamos que Cristo ha forjado para nosotros».

Resumiendo, la conducción de la cruz se revela como un prerrequisito indispensable para poder llevar la corona. Y lo memorable es que es la cruz de Cristo la que debe soportarse. No debéis pensar que cada cruz es la cruz que el Salvador os pide que toméis. Muchas cruces son de nuestra propia cosecha; nuestros problemas son a menudo las consecuencias de nuestros pecados y no podemos dignificarlos suponiendo que son la cruz que distingue al cristiano. Pueden ser cruces, pero no son la cruz que se obligó a llevar a Simón y que primero Cristo había llevado. La cruz de éste último es la resistencia por la gloria de Dios y la extensión del Evangelio: «Porque bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios cuando se sufre injustamente» [Epístola de San Pedro 2: 19]. Es algo más que abnegación, aunque con frecuencia se habla de ello como si fuera lo mismo, puesto que nuestro Señor los distingue cuando dice, en palabras ya citadas, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» [Lucas 9: 23]. Leemos de los apóstoles de Cristo que se alegraron «por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» [Hechos 5: 41], y esto se refería tanto a llevar su cruz como al honor de portarla. De modo que sólo aquel que porta la cruz de Cristo es el que sufre por su causa, el que pasa por dificultades simplemente porque es un cristiano.

Y estad completamente seguros de que «la ofensa de la cruz» no ha cesado. Aquel que se gloría en la cruz de Cristo encontrará con toda certeza que esa cruz la lleva encima él mismo, y que no se puede separar del mundo sin incurrir en su reprobación y burla, y éstas no son sino las formas modernas de la persecución, menos virulentas de hecho que las antiguas, pero que a menudo son exasperantes y opresivas. Y si existe uno de vosotros que no es consciente de que porta una cruz de este tipo, que la religión le expone a cualquier medida de oprobio, desprecio u oposición, dejémosle más bien temer que no es un verdadero cristiano cuando pregunta si la cruz de Cristo ha sido en realidad transferida a sus discípulos. Puede que no tengáis esta cruz, pero debería sugeriros esta cuestión, ¿puedo ser un discípulo? Y no sólo eso, dejemos que los seguidores de Cristo aprendan que nada se puede obtener por medio de esos compromisos que se hace con la esperanza de conciliarse con el mundo. Si verdaderamente pertenecéis a Cristo, debéis soportar la desaprobación del mundo y todo lo que logréis sorteándolo o tratando de desarmarlo será que cuando llegue como se espera que así sea, conlleve mucha más severidad por haber sido esquivado. ¿Dónde se encontraba Simón el cireneo mientras Cristo estaba padeciendo la vergüenza y la indignidad? En Jerusalén no: se le encontró, como constata San Marcos, viniendo «del campo» [Lucas 23: 26]. Suponiendo que fuera un discípulo, debería haber permanecido con Cristo en esta hora peligrosa, pero probablemente se había quitado de en medio deseando que la tormenta descargara antes de dejarse ver en la ciudad, y entonces podía estar retornando, calculando que lo peor debía haber pasado y que ningún mal podría acontecerle debido a su reputada adhesión a Cristo. Esto era declinar la cruz, y su política de miras estrechas chocó con una retribución plena, puesto que fue forzado a llevarla. Los soldados le apresaron, la multitud le ridiculizó y quizá su ausencia cobarde le hizo soportar mil veces más aquello contra lo que se había mantenido en la distancia que lo que otro cristiano o que cualquier cristiano, aunque fuera de nombre, habría aguantado.

Estad seguros entonces no sólo de que como cristianos debéis portar la cruz de Cristo, sino que hacéis que sea mucho más pesada cuando la evitáis al yacer en el claro sendero del deber. No hay mayor modo de incurrir en la vergüenza que avergonzarse de Cristo. Puesto que si no sois abandonados con un juicio justo ante vuestra cobardía y deserción, y no pasáis de ser meros discípulos nominales de quienes Cristo no se avergüenza cuando se encuentra con sus ángeles, podéis estar tranquilos de que seréis castigados con una medida aumentada por cada desprecio que habéis pensado eludir. Incluso el mundo respeta la consistencia, y su mayor desdén es para aquellos que han intentado desarticular sus principios, ocultándolos, cuando no abjurando de ellos. Simón podría haber permanecido en Jerusalén y después haber seguido a Cristo hasta el Calvario sin apenas ser visto, pero en la medida en que es encontrado viniendo «del campo», se convierte en la presa de la chusma, en un signo del ridículo y del menosprecio universal.

E incluso en su caso, hay otra circunstancia que debe notarse para tranquilidad de la Iglesia. La cruz la llevó Cristo antes de que Simón lo hiciera. La secuencia podría haber sido distinta: el discípulo podría haber portado la carga durante la primera parte del camino, y después podría haber sido transferida al Maestro. Pero nuestro consuelo es que la cruz que debemos llevar ya la ha llevado Cristo, y por lo tanto, al igual que la tumba en la que entró, hemos sido librados del odio. Se podría decir también que cambió su naturaleza porque la portó el Hijo de Dios y que dejó atrás su carácter terrible, opresivo, y que ahora, trasladada al discípulo, se convierte realmente en una cruz, pero una cruz que es un privilegio portar, una cruz a la que Dios nunca deja de dar fuerzas para soportarla, una cruz que, según conduce a la corona debe ser apreciada en su justa medida para que no pueda caer de nuestros hombros hasta que la diadema se halle en nuestras sienes: «si sois injuriados por el nombre de Cristo», y ésta es la cruz, «dichosos de vosotros, pues el Espíritu de gloria que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» [Pedro 4: 14]. ¿Podéis ver entonces cuán elocuente e inclusiva puede ser la enseñanza de una homilía simplemente por medio de un incidente relacionado con nuestro texto? Es uno de los últimos y más impactantes sermones de Cristo. No dejaría al mundo sin proporcionarle un recuerdo permanente, consistente en que sus discípulos deberían llevar la misma cruz que él, y que al igual que él, deberían soportar el odio del mundo como defensores y ejemplos de la verdad. Y junto a este memorial mostró, por medio de un modelo poderoso que es la religión, que la política del tiempo debe ser derrotada. Pero tenía que representar simultáneamente una verdad más, la verdad hermosa y tranquilizadora de que él ha llevado lo que sus partidarios debían portar, y que por lo tanto, ha mitigado su peso de tal manera que con la muerte, convertida en sueño para el creyente, la carga no hace sino apresurar los pasos hacia «un pesado caudal de gloria eterna» [Segunda Epístola a los Corintios 4: 17]. Y para que él pudiera llevar a efecto y transmitir todo esto mediante una gran acción significativa, se ordenó, podemos creer, que, según apartaban a Jesús que llevaba encima la leña para el holocausto como Isaac, los soldados echaron mano de un tal Simón el cireneo que venía del campo y le coaccionaron para que llevara la cruz de Cristo.

¿Y es esto todo lo que típicamente representa la conducción de la cruz de Simón, el cireneo? En realidad, nunca deberíamos presionar demasiado a la tipología, ya que es fácil, consintiendo a la imaginación, dañar o hacer que toda la lección figurada caiga en descrédito. No obstante, hay una cosa más que deberíamos aventurarnos a introducir, aunque no podamos hablar con la misma confianza que cuando aseveramos que Cristo enseñó por medio de la conducta como antes lo había hecho por medio de la palabra, y es que sus discípulos debían sufrir con él si esperaban alguna vez reinar. Ya hemos mencionado nuestra incapacidad para averiguar los detalles relativos a Simón, o incluso para precisar si fue un judío o un pagano. Muchos de los antiguos patriarcas suponen que fue un pagano y consideran que, al llevar la cruz tras Cristo, tipificó la conversión de las naciones idólatras que, o bien han profesado o profesarán la fe en nuestro Señor. Y no hay motivos en contra de esta opinión como los que requieren su rechazo, ni incluso aquellos que pueden mostrar que el peso de la probabilidad está en el otro lado de la balanza. Debemos tener por tanto cierta libertad para mantener la opinión y por lo menos, para señalar las conclusiones derivadas ante la suposición de esta verdad.

Pero si consideramos por una vez que Simón era un pagano, entonces nuestro texto se convierte en uno de esos pasajes brillantes y proféticos que atraviesan siglos de oscuridad, prometiendo un amanecer cuando la noche no puede ser dispersada. No es el hecho aislado de que fuera un pagano a lo que nos aferramos ahora, puesto que hay abundantes afirmaciones en la Escritura de que los paganos fueron parte de la herencia de Cristo y de que todos los rincones de la tierra le mirarían a él como al Salvador, de modo que si la conducción de la cruz por parte de Simón insinuó mera y proféticamente la conversión de los gentiles, sería simplemente una predicción dentro de la serie de augurios que no reclamaría ninguna atención especial. Pero Simón era un cireneo (esto lo destacan cuidadosamente cada uno de los tres evangelistas) y Cirene, como mencionamos al comenzar nuestro discurso, era una ciudad y provincia de áfrica. Por lo tanto fue sobre un africano sobre quien se depositó la cruz, un habitante, un nativo de ese país que, desde el inicio de los tiempos, ha sido sobrecargado con una maldición; la condenación pronunciada sobre Ham, «¡Siervo de siervos sea para sus hermanos!» [Génesis 9: 25], se cumplió pavorosamente ya que aquellos descendientes del segundo hijo de Noé siempre fueron desalentados y pisoteados por los descendientes de los otros dos.

áfrica, el mismo nombre basta para sonrojar allí donde haya sentimientos viriles. Los males sufridos por los negros llenan quizá la página más oscura de la historia de nuestra raza. Pero mientras que aquellos que han oprimido a los africanos han sido igualmente criminales como si la opresión se hubiera claramente predicho, es inútil cerrar nuestros ojos ante el hecho de que aún no ha concluido el periodo durante el cual, por nombramiento divino, esta tribu de la especie humana siga siendo perjudicada y esclavizada. Aquellos filántropos que se comportaron noblemente y bien, lucharon en este país por la batalla de la esclavitud y no descansaron hasta que el senado estigmatizó y proscribió el tráfico humano. Y nuestro país actuó gloriosamente cuando arrojó sus millones como un rescate, decidiendo la extinción de la esclavitud en las colonias para mantener simultáneamente la buena fe y la justicia. Hablamos de todo esto y lo pensamos como virtuoso y excelente porque creemos que es nuestro deber como cristianos el posicionarnos en contra de la esclavitud, tan hostil al espíritu del Evangelio y emprender esta obligación a cualquier precio y más aún, con todo riesgo. Pero si fuéramos a argumentar a partir de las consecuencias, en lugar de a partir de los principios, podríamos también dudar en alegrarnos de que el ataque contra la esclavitud se haya alguna vez realizado. No obstante, todo lo que se ha hecho por áfrica, ésta sigue siendo, desgraciadamente, tan desdichada como siempre, tan saqueada de sus hijos como si la maldición ancestral no se hubiera agotado todavía, y mientras está vigente, es como si el esfuerzo para sacar beneficios sólo pudiera operar perjudicando. Pero, ¿continuará esto? Sin duda no, puesto que cada profecía que difunde la irradiación universal del Cristianismo debe ser considerada como anuncio de un tiempo en el que los males de áfrica terminarán y sus hijos torturados entrarán en la libertad de los hijos de Dios.

Pero donde existe una desdicha especial, uno parece desear ardientemente una profecía especial. Supone tal prueba para la fe el que podamos encontrarla que nos parece imposible hacer nada por áfrica, y sus vastos desiertos siguen siendo la tumba de todos los que los exploran así como el cautiverio de sus hijos que sólo crecen esforzándose por su emancipación, de forma que anhelamos predicciones específicas que nos aseguren que áfrica no está excluida de la gloria prometida, y que se librará de cada grillete, bien sea de la mente o del cuerpo. Tales vaticinios existen. «Príncipes saldrán de Egipto; Etiopía extenderá sus manos a Dios» [Salmos 68: 31]. «Contempla, Filistea, Tiro y Etiopía, este hombre nació allí» [Salmo 87: 4]. «Los productos de Egipto, el comercio de Kus y los sebaítas, de elevada estatura, vendrán a ti y tuyos serán» [Isaías 45: 14]. Me deleito en las profecías que narran las bendiciones de Etiopía. Recuerdo la pregunta, «¿Puede el etíope mudar su piel?» [Jeremías 13: 23] y siento que estas profecías pertenecen al negro. Cuando el eunuco de Candace, reina de los etíopes, continúa con su vida alegrándose porque cree en Jesús, me parece que tengo un compromiso de misericordia guardado para el negro. Pero todo esto apenas emerge para ajustarse al caso, o ante una profecía más amplia, una tipología más concreta. En estas insinuaciones no hay demasiado para sostener la fe que se tambalea ante la desgracia en aumento de áfrica. Volvamos pues y miremos al Redentor a medida que avanza con dificultad hacia el Calvario. ¿Quién es el que por orden de la Providencia ha sido elegido para portar su cruz? Un cireneo, un africano. Leo la profecía y capto su tipología. Tierra, que has sido desde hace mucho maldita, cuyos hijos han sido verdaderamente los siervos de siervos, sobre la que ha colgado una oscuridad tan impenetrable que aquellos que conservan una gran esperanza de mejorar sus condiciones humanas se han apartado de ti casi desesperados, ¡te esperan tiempos resplandecientes! No estarás en sumisión perenne: tus cadenas serán quebradas; la estrella de Belén, el sol de la rectitud, nacerá sobre tus provincias y brillará en tus aguas, el himno que atribuye alabanza, gloria y honor al Cordero que fue sacrificado, flotará sobre tus bosques y en tus montañas se escuchará su eco. No sin sentido fue uno de tus hijos el elegido para portar la cruz después de Cristo, y así llenar una posición dentro de la cual los mártires y confesores de cada edad del Cristianismo se han contado, al ser uno de los más elevados honores para emular. Fue como si nos dijeran que incluso áfrica se integraría en el discipulado de Jesús. Europa no concedió esta tipología sobre el mundo gentil que se sometía a Cristo. A Asia no se le permitió poseer este individuo privilegiado; América, todavía desconocida para el resto de la tierra, no podría enviar al representante del paganismo. áfrica es el país favorecido. Un africano sigue a Jesús, ¡Oh!, la oscuridad de muchas generaciones parece difuminarse y yo gozo con la confianza de que esta tierra de esclavos será el hogar de la libertad, la tierra de la miseria será el hogar de la felicidad, la tierra de la idolatría será la casa del Cristianismo, cuando observo que fue un tal Simón, un cireneo, al que los soldados apresaron y obligaron a portar la cruz después de Cristo.


Modificado por última vez en 1999; traducción 1 el mai de 2011