[Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.


“Una definición es encerrar la naturaleza agreste de una idea en una muralla de palabras” — Samuel Butler

Introducción

Los escritores de no ficción describen y explican los acontecimientos de la vida. Escogen como tema la gente real, los lugares reales y las actividades reales, y con frecuencia los relacionan ante el lector para extraer algún significado previamente oculto a partir de estos elementos de la existencia humana. Los escritores de no ficción posiblemente no puedan escribir sobre cualquier cosa, ni ellos ni sus lectores tienen la clase de paciencia capaz de permitir un estudio íntegro de la vida, de modo que en su lugar eligen materias específicas para después vincularlas a verdades más amplias y universales. Los elementos que seleccionan para derivar este significado pueden ser tan rápidos como la búsqueda de un escritor por encontrar un sustituto para un trozo de piel de un brontosauro o tan reducidos como una única palabra.

Al igual que los escritores de no ficción a los que me refiero, no puedo fehacientemente cubrir todos los modos por medio de los cuales se extrae un gran significado a partir de una cosa específica, de manera que me centraré, como ellos hacen, en un ejemplo de este proceso: las definiciones. Al definir palabras fundamentales para los segmentos de la existencia humana, los escritores de no ficción son capaces de elaborar grandes comentarios relativos a la vida, la comunidad o cultura sobre la que están escribiendo. Los sabios seculares victorianos usaron esta técnica extensivamente ya que les permitió atacar los fallos de sus contemporáneos, señalando cómo tergiversaban los significados verdaderos de las palabras. Los sabios seculares tenían acceso a esta verdad; el ciudadano común, no. Esto se hizo evidente en el uso de la redefinición por parte de los sabios seculares, o en los modos en los que criticaron y revisaron las definiciones que sus contemporáneos hicieron sobre términos importantes. Esta práctica aún se usa en el siglo XX, pero con un resultado ligeramente diferente: mientras que el uso de la redefinición por parte del sabio secular victoriano mostraba su propio dominio del lenguaje y su comprensión del mundo, las redefiniciones de los escritores modernos de no ficción revelan a menudo su propia vulnerabilidad. En otras palabras, el estilo victoriano de la redefinición describe un mundo cognoscible (cognoscible por los sabios seculares al menos), mientras que los métodos modernos desvelan las complejidades innatas del mundo, que en ocasiones ni incluso el escritor puede comprender.

Después de todo, ésta es la quintaesencia de la definición, el dar sentido o revelar el significado de algo. En este artículo, pretendo entender la práctica de la definición en sí misma. Nuevamente, como los escritores de no ficción, me centraré en un puñado de ejemplos específicos que usan esta técnica. Al analizar, individual y comparativamente, los diferentes métodos de definición que utilizan los escritores, estudiaré el efecto que esta práctica tiene sobre el papel del escritor en el mundo. Tras comenzar un análisis sobre Thomas Carlyle, John Ruskin y el uso de la redefinición por parte del sabio secular, volveré mi atención a Joan Didion, Tom Wolfe, Sara Suleri y la evolución de dicha técnica en la era moderna.

Los Victorianos

Los sabios seculares victorianos (Victorian sages) modelaron su función a partir de los profetas bíblicos del Antiguo Testamento quienes, aislándose del resto de la sociedad, indicaban los desastres inclementes a menos que la gente común siguiera las verdades naturales que los profetas encarnaban. La excentricidad del sabio secular no sólo estaba causada por su sabiduría especial sino que era la causa de ésta; cuando la mayoría de la gente se extraviaba de las leyes de antaño ampliamente respetadas, el sabio secular aún tenía acceso a estas verdades y podía, mediante su escritura, iluminar a sus compañeros ante sus propios deslices. Los sabios seculares victorianos se hicieron famosos por constatar esto, apuntando a acontecimientos u objetos cotidianos, como el cartel de un pub, extrayendo un significado profundo de ellos para explicar dónde y cómo sus contemporáneos habían perdido el rumbo. Su credibilidad procedía de su habilidad para encontrar significado en los objetos diarios y esto, a su vez, derivaba de su posición como extranjero. Desde esta perspectiva, el sabio secular era capaz de ver claramente tanto su propia cultura como la de una era pasada hacia la que exhortaba a su sociedad a regresar, porque en ella florecían ahora verdades olvidadas que, si se ignoraban, conducirían a la destrucción. El mundo victoriano, por consiguiente, era cognoscible, pero sólo para unos pocos elegidos.

Comencemos con Thomas Carlyle, el hombre que creó la idea del sabio secular victoriano. Él perfiló los métodos básicos tras este estilo de escritura en “Signos de los tiempos” donde analiza el estado de su propia sociedad redefiniendo la palabra máquina. El signo, por tanto, mediante el cual él encuentra significado en ello mientras sus coetáneos lo ignoran no es físico, como la decoración de un café, sino una palabra.

Es la era de la maquinaria, en todo el sentido interno y externo de la palabra, la era que con todo su poder indiviso, propicia, enseña y practica el gran arte de adaptar los medios a los fines. Hoy en día, nada se hace directamente o a mano, ya que todo se crea mediante fórmulas y estrategias calculadas. Para la operación más sencilla tenemos a nuestra disposición algunas ayudas y complementos, algún proceso astuto que puede abreviarla. Todos nuestros antiguos modos ejecutorios han sido desacreditados y desechados. Se expulsa al artesano vivo de su taller para hacer un hueco a las manos inanimadas, más veloces. La lanzadera cae de los dedos del tejedor para pasar a unos dedos férreos que la emplean más rápido. Para todos los propósitos mundanos y para algunos no mundanos, tenemos máquinas y adelantos mecánicos. Guerreamos con la ruda naturaleza y con nuestros motores que no oponen resistencia, siempre salimos victoriosos, cargados de botines.

No sólo la maquinaria manipula ahora lo externo y lo físico, sino también lo interno y lo espiritual. Aquí también nada sucede según su curso espontáneo, y no hay lugar para que los antiguos métodos naturales puedan realizarlo. Todo posee sus herramientas hábilmente ingeniadas, sus aparatos preestablecidos, y no se hace a mano, sino mediante máquinas. Así, tenemos máquinas para la educación: las máquinas de Joseph Lancaster, las de Hamilton, monitores, mapas y emblemas. La instrucción, la comunión de la sabiduría con la ignorancia, ha dejado de ser un proceso indefinido y provisional que requiere un estudio de las aptitudes individuales y una variación perpetua de los medios y los métodos con el propósito de lograr el mismo fin, para ser un negocio seguro, universal y directo que un intelecto como el que tenemos ha de dirigir en bruto, mediante el mecanismo adecuado. Después, tenemos máquinas religiosas. A falta de Rafaeles, Miguel Ángeles y Mozarts, tenemos Academias reales de pintura, escultura, música.

Estas cosas que comentamos aquí a la ligera tienen sin embargo un significado profundo e indican un cambio poderoso en nuestra manera global de vivir, puesto que el mismo hábito no sólo regula nuestros modos de acción, sino los de pensamiento y sentimiento. Los hombres se han mecanizado en intelecto y en corazón, así como en sus manos. Han perdido fe en el esfuerzo individual y en la fuerza natural de cualquier clase y no conservan esperanzas ni luchan por la perfección interna, sino por las combinaciones y disposiciones externas, instituciones, constituciones, para el mecanismo de un estilo o de otro. Todos sus denuedos, vínculos, opiniones, se vuelven hacia el mecanicismo y poseen un carácter mecánico [pp. 3-5].

Carlyle comienza este pasaje con una descripción de la definición comúnmente comprendida sobre la palabra máquina como una tecnología física. Los contemporáneos de Carlyle eran perfectamente conscientes del incremento súbito del desarrollo tecnológico a medida que las máquinas empezaron a reemplazar a los trabajadores humanos de las fábricas, pero, y quizá debido a una preocupación abrumadora por los efectos de este tipo de máquina, se olvidaron de las tecnologías sociales e intelectuales igualmente destructivas. Antes de ofrecer su propia interpretación sobre el término, Carlyle, por tanto, ilustra la comprensión limitada de sus lectores. Su metáfora explicativa sobre el sentido “externo” de la palabra está hecha a medida (juego de palabras intencionado) del hombre común: “La lanzadera cae de los dedos del tejedor para pasar a unos dedos férreos que la emplean más rápido”. Esta definición de la palabra, es sin embargo, demasiado reducida porque sólo aborda un pequeño segmento de la cultura contemporánea. Para criticar todo lo de esta sociedad, Carlyle redefine el término para incluir un “sentido interno” que hasta ahora ha pasado desapercibido.

“No sólo la maquinaria manipula lo externo y lo físico”, escribe Carlyle, “sino también lo interno y lo espiritual”. De este modo, Carlyle redefine la máquina para incluir en su significado el sistema educativo, las organizaciones religiosas, la prensa y las academias de arte. Utiliza esta nueva definición para comentar el estado de su sociedad como un todo: una condición en la que las instituciones modernas y artificiales han destruido las leyes naturales del pasado. Éste, casualmente, es un tema que nuestro ensayo abordará nuevamente en Ruskin y hasta cierto punto, en el trabajo de Didion. Carlyle, tras explicar los conceptos equivocados de sus contemporáneos, su comprensión de la verdad y el distanciamiento de su sociedad con respecto a esta verdad, exhorta a retornar a un tiempo pasado cuando todos reconocían la importancia del trabajo natural y orgánico, en otras palabras, un tiempo en el que la gente se adhirió a su definición negativa sobre las máquinas sociales. Aunque a muchos les parezca que “nuestra felicidad depende completamente de las circunstancias externas”, o de las máquinas hechas por el hombre, realmente, la verdad es que debemos “los grandes elementos del disfrute humano” a “la fuerza instintiva, infinita que la naturaleza nos presta” (pp. 7-8). Para ser verdaderamente feliz, entonces, el hombre común debe aceptar la redefinición de Carlyle sobre la máquina para incluir todas las “circunstancias externas” en su vida, y después regresar a un estado donde los componentes naturales reemplacen estos elementos.

El acto redefinitorio solidifica el papel de Carlyle como voz periférica en una sociedad perdida. Él es el típico sabio secular victoriano con acceso a las verdades antes las que el resto de su sociedad permanece ciego. El hecho de que tenga que redefinir una palabra central para su vocabulario es una ilustración de esto, la definición de Carlyle está fuera de lo común y le emplaza al margen de la sociedad normal, revelando ciertas verdades que sólo él, la persona ajena al asunto, puede ver.

John Ruskin sigue el liderazgo de Carlyle en “Las piedras de Venecia” donde critica la arquitectura contemporánea y exhorta a volver al pasado estilo gótico debido a las verdades naturales que encarna. El estilo que encomia, sin embargo, posee un determinado estigma vinculado al mismo porque tal vocablo encapsula demasiadas connotaciones negativas. Al redefinir la palabra, Ruskin señala las fallas de su sociedad para conducirla a una comprensión más auténtica del mundo.

No estoy seguro de cuándo se aplicó por primera vez la palabra “Gótico” de modo genérico a la arquitectura del norte, pero presumo que, con independencia de la fecha de su uso originario, fue destinada a implicar un reproche y a expresar el carácter bárbaro de las naciones entre las que tal arquitectura emergió. De hecho, implicó que ellos y sus construcciones exhibían conjuntamente un grado de severidad y de rudeza que, como contraposición al carácter de las naciones sureñas y orientales, parecía como un reflejo perpetuo del contraste entre los Godos y los Romanos durante su primer encuentro… La palabra Gótico se convirtió en un término de desprecio para nada moderado, mezclado con la aversión. Quizá algunos de entre nosotros, en nuestra admiración por la estructura y la sacralidad de la expresión de esta ciencia magnífica, podríamos desear que se retirara del término el antiguo reproche y que algún otro, de una honorabilidad más aparente, adoptara su lugar. No hay posibilidad, como no hay necesidad, de semejante sustitución en la medida en que el epíteto se usó peyorativamente, falsamente, pero no existe recriminación en la palabra, correctamente comprendida. Por el contrario, existe una verdad profunda que el instinto de la humanidad casi reconoce inconscientemente. Es verdad, una verdad grande y profunda que la arquitectura nórdica es ruda y salvaje, pero no es cierto que por esta razón debamos condenarla o denostarla. Todo lo opuesto, creo que es por este mismo carácter por lo que merece la reverencia más profunda [p. 172].

Ruskin comienza, como Carlyle, con una definición comúnmente comprendida del Gótico: “un término de desprecio para nada moderado, mezclado con la aversión” que describe la crudeza de la Europa del norte. Continúa diciendo que alguna gente quiere una palabra completamente nueva que se pueda usar para describir la arquitectura gótica porque la palabra Gótico, tal y como la mayoría la entiende, es demasiado negativa. En su lugar, Ruskin explica que todo lo que se requiere es una nueva definición. Por tanto, redefine la palabra Gótico para denotar no una arquitectura negativa, chapucera y ruda, sino un estilo naturalmente imperfecto. Esta definición encarna la verdad previamente oculta de que la naturaleza es imperfecta y que por tanto, la imposición de un orden artificial es equivalente a la esclavitud. Aunque este sentimiento emula poderosamente el argumento de Carlyle ilustrado más arriba, Ruskin lo describe de un modo muy distinto. Mientras Carlyle simplemente añade otra faceta al significado común de la palabra máquina, Ruskin invierte totalmente la definición establecida del Gótico. Esto es característico de los ataques directos de Ruskin al lector. Ruskin es un sabio secular agresivo e iluminará al lector sobre la verdad que sólo él ve, incluso (y a menudo especialmente) si es completamente opuesta a la creencia actual del lector. Veremos cómo esta postura se desintegra lentamente cuando lleguemos al trabajo de Didion y cómo sigue el tema de las definiciones hasta Suleri. Estos escritores posteriores, en vez de atacar directamente la ignorancia del lector, admiten realmente la suya.

De igual modo que Carlyle explica que su definición se comprendía habitualmente, Ruskin escribe que en realidad, la mayoría de la gente es consciente instintivamente de la belleza de las imperfecciones naturales. Como con Carlyle, esto acentúa el papel de Ruskin como sabio secular periférico. Está predicando un regreso a una ortodoxia pasada que ya no es la norma, pero que él aún encarna. La gente ha perdido de vista la verdad, y así, la sociedad ha degenerado en una dominada por la “esclavitud” de la perfección mecánica a la que alude cuando define el Gótico. Además, Ruskin advierte de que si sus contemporáneos no prestan atención al nuevo significado de la palabra Gótico y a las verdades universales sobre los beneficios de la imperfección natural que contiene, su sociedad estará condenada a la inhumanidad. “Los hombres”, dice, “no fueron destinados a ser precisos y perfectos. Si tuvieran tal precisión y pudieran extraerla de ellos y hacer que sus dedos midieran grados como engranajes, con toda seguridad los deshumanizarías” (p. 177). Aquí nuevamente, como en Carlyle, vemos cómo la máquina domina al hombre por medio de la metáfora de los dedos. Ésta es la realización plena del sabio victoriano; Ruskin escoge un elemento específico, aparentemente trivial de la sociedad (el significado de una única palabra), extrae un gran significado de ella, utiliza este significado para criticar a la sociedad y finalmente, exhorta a retornar a un tiempo pasado donde estas verdades fueron habitualmente comprendidas.

Estos propósitos, personificados en el uso de las definiciones que hace el sabio secular victoriano, resistieron la prueba del tiempo, y autores modernos como Joan Didion y Tom Wolfe profundizaron en ello. Incluso en algunas de estas obras modernas se puede encontrar el tema subyacente de los efectos negativos de la tecnología mecánica en la sociedad. Lo que distingue a la no ficción moderna, abordada abajo, del trabajo victoriano de arriba es el modo en el que estos autores usan las definiciones. Las cosas se complican cuando Didion, que en un primer momento parece muy similar a Ruskin, problematiza su postura como observador en la distancia, o cuando Wolfe y Suleri no sólo focalizan en las definiciones incorrectas de las palabras, sino también en la incapacidad para definir desde un primer instante. Incluso más intrigante es el uso de las definiciones para revelar la propia ignorancia del escritor o incluso mostrar el dominio del lenguaje del público general. Aunque su ejecución posee diferentes efectos, las definiciones modernas incluidas en las obras de no ficción sitúan a sus usuarios dentro de la tradición de escritores que desentierran el significado de las esquinas aparentemente triviales del mundo.

Los modernos

Empezaré aquí con Joan Didion, un escritor cuya postura sobre la tecnología posee conexiones obvias tanto con Carlyle como con Ruskin. Como estos dos sabios seculares victorianos, Didion utiliza la definición de palabras para comentar la confianza de su sociedad en lo mecánico. En el siguiente pasaje, Didion describe la firma de ingeniería Caltrans y sus planes para el sistema de autopistas de Los Ángeles.

El problema pareció ser otra “demostración” o “prueba piloto” Caltrans, una incursión en el terrorismo burocrático que llamaban “El carril diamante” en su literatura promocional y “El proyecto” entre nosotros. Que la literatura promocional consistía fundamentalmente en un proyecto para autobuses (o “Carriles diamantes exprés”) y en invitaciones para unir un parque de automóviles mediante el ordenador (“ordenador de viajeros diarios”) dejó claro no sólo el supuesto punto de El proyecto, consistente en fomentar el viaje mediante parques de automóviles y autobuses, sino también la cuestión real, que era erradicar la ilusión del centro del sur de California, la de la movilidad individual sin que nadie lo notara realmente [pp. 80-81].

Como Ruskin y Carlyle, Didion distingue entre dos interpretaciones de los términos que Caltrans utiliza para describir sus programas: el significado putativo o comúnmente comprendido, y el significado real, el que sólo Didion ve. La definición de Caltrans de El proyecto como un esfuerzo por incrementar el tráfico de los parques automovilísticos y así crear autopistas más seguras y eficientes decepciona a la mayoría de la gente porque oculta el verdadero significado del vocablo. Didion ilumina al lector redefiniendo El proyecto como “terrorismo burocrático” con el propósito de destruir un elemento central de la cultura del sur de California. Al hacerlo, Didion extrae un gran significado de un término que la mayoría de la gente ya entendía anteriormente sólo de un modo trivial. Utiliza esta nueva definición para explicar tanto la confianza de su sociedad en los coches como la ceguera de Caltrans bajo el disfraz de un interés en la eficiencia ante la verdadera naturaleza de la gente a la que sirve.

Didion, por consiguiente, se parece mucho a un discípulo de los sabios seculares: ella es alguien foránea con acceso a las verdades perdidas para el resto de la sociedad. Enfatiza este estatus entrecomillando los términos de Caltrans, quitándolos visualmente de su propio vocabulario, apartándose ella misma de su uso tradicional. Las comillas juegan también un papel satírico, llamando la atención hacia el fracaso del lenguaje al transmitir apropiadamente el significado (es ésta ambigüedad la que decepciona a la persona corriente); las palabras demostración y proyecto son tan vastas que es casi imposible descifrar su verdadero significado. Es decir, imposible para la persona común, pero no para Didion.

Sin embargo, no se puede clasificar tan fácilmente el papel de Didion porque mientras que ella redefine las palabras como Carlyle y Ruskin, simultáneamente desafía su propia comprensión de las verdades eternas con un estilo prosístico fragmentado y enrevesado. Ruskin es un maestro del lenguaje y lo utiliza para ilustrar el orden natural de su mundo; las palabras se definen fácilmente y la verdad se revela con sencillez mediante ataques directos al lector, perfectamente elaborados. La prosa de Didion, por otra parte, refleja la agitación y la incertidumbre de su era (upheaval and uncertainty). Su obra, “El álbum blanco” puede verse como una lucha constante por aportar orden, o en su caso, el tipo de hilo narrativo que necesitamos “para vivir” dentro de un mundo naturalmente caótico (p. 11). Se podría mantener que Didion falla al respecto (su libro sigue siendo deslavazado) y que en vez de ser un sabio secular periférico deviene una representación del mundo en el que vive. No está separada de la conmoción de la vida, sino más bien empapada de ella. Así es como se gana la credibilidad, el lector cree en sus interpretaciones de la vida en Los Ángeles porque confía en que Didion estuvo realmente allí. La credibilidad de Ruskin, por otra parte, procede de una distancia que aumenta la perspectiva con relación a la sociedad.

Anteriormente en este mismo ensayo sobre Caltrans, Didion utiliza una táctica ligeramente diferente para exponer los defectos de los ingenieros y de su sociedad. En vez de ofrecer la comprensión única y común de una palabra y después señalar por qué su significado es el equivocado, Didion proporciona aquí la única definición. En el siguiente pasaje, ambos, Didion y los ingenieros de Caltrans, utilizan la palabra “incidente” para referirse a lo mismo, un accidente de coche en la autopista. La divergencia radica, por tanto, no en el significado del término, sino en su fracaso para expresar la verdadera naturaleza de lo que Caltrans usa para describir. Dicho de otro modo, el término incidente fracasa como palabra porque ignora por completo los aspectos profundamente humanos de una colisión de vehículos en Los Ángeles. Así, al definir el término conectándolo con acciones humanas específicas, Didion critica su propia sociedad como aquélla incapaz de describirse a sí misma debido a su excesiva depende de la tecnología.

Desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, en esta habitación sin ventanas, los hombres se sientan delante de sus consolas observando un enorme tablero sobre el que destellan luces de colores. El centro de operaciones es donde los ingenieros de Caltrans monitorizan lo que llaman “la Curva a 42 millas”. La Curva es un “sistema de demostración”, una frase que gusta a todo el mundo en Caltrans y que es parte de un “proyecto piloto”, otras dos palabras que portan un peso totémico.

La Curva tiene su propia mente, una computadora Xerox Sigma V. Es la Xerox Sigma V la que informa a la tripulación de operaciones cuando hay un “incidente” ahí fuera. Un “incidente” es el paro cardíaco en San Diego, el camión cuyo remolque ha sufrido un efecto navaja en la Bahía, el Chevrolet Camaro despedazando justo en este momento la valla contra ciclones en Santa Mónica. “Ahí fuera” es donde los incidentes ocurren. La habitación sin ventanas situada en el 120 de South Spring es donde los incidentes se “verifican”. “La verificación de incidentes” se está encendiendo en el circuito cerrado de televisión de la consola y está observando el tráfico lentamente para ver (éste es “el efecto mirada boquiabierta”) dónde el Chevrolet Camaro destrozó la valla [pp. 79-80].

Las palabras y frases técnicas que los ingenieros utilizan, nuevamente localizadas entre comillas para ilustrar su supresión por parte de Didion, “portan un peso totémico” aunque básicamente carecen de significado hasta que Didion las define. Esta ironía que el acto definitorio de Didion expone, proporciona un comentario mordaz sobre su sociedad mostrando el fracaso del lenguaje cuando éste descansa en la interpretación u observación mecánica del mundo. Los ingenieros sólo ven las luces que resplandecen, pero Didion ve la narrativa tras las luces (un coche que colisiona contra una cerca, por ejemplo, y todos los transeúntes que se detienen para ver lo que ha sucedido), y por lo tanto, las verdades humanas ante las que una sociedad dependiente de la tecnología está ciega.

Esto complica nuevamente el papel de Didion. Ella está fuera de la “habitación sin ventanas” y puede apreciar su sociedad desde una perspectiva que le permite encontrar significado en las palabras más triviales, pero, como se ha discutido más arriba, aún su cultura le afecta. “Para comprender lo que estaba ocurriendo” con Caltrans y el Carril diamante, escribe, “es quizá necesario haber participado en la experiencia de la autopista”. Para ver la verdad, entonces, no se necesita estar completamente al margen de la sociedad, viviendo mediante un conjunto de principios completamente diferentes y antiortodoxos, como Ruskin; en su lugar, se puede (y quizá se debe) jugar un papel en tal sociedad o ser, como Didion dice, un “participante activo” (p. 83).

Tom Wolfe nunca fue ni tampoco lo será jamás, un participante activo. Mientras que Didion o incluso Ruskin y Carlyle, incluyen algunos detalles personales en sus obras, la identidad de Wolfe es un misterio dado que su escritura adopta múltiples tonos de voz e incluso habla por otros personajes. Es un antropólogo cultural que somete a escrutinio y de cerca una pequeña sección de la sociedad para destapar las amplias verdades que encarna. Aunque nunca desempeña una función en este trabajo, como Didion conduciendo por las autopistas que describe o en un contexto diferente, tocando los botones y levantando las palancas que controlan el suministro de agua de Los Ángeles, el tono camaleónico de Wolfe complica su identidad porque alternativamente le presenta como alguien que habla desde dentro y desde la periferia. Este contraste se hace evidente en su uso de las redefiniciones en El material apropiado (The Right Stuff).

En ocasiones tomaba la forma de “un acoplamiento por inercia” que normalmente ocurría cuando un piloto intentaba inclinar una nave espacial que se rompía en un absoluto bamboleo, y que después comenzaba a caer girando fuera de su curso, y dando vueltas violentamente. Esto solía arrojarlo de punta a punta. Algunos pilotos sentían que el término formal “acoplamiento por inercia” añadía condenadamente poco a la comprensión del fenómeno. La nave simplemente se “descorchaba” (como le gustaba decirlo a Crossfield) y perdiendo todo parecido con la aerodinámica, se salía del cielo como una botella o la longitud de una tubería [p. 160].

Wolfe parte proporcionando la definición técnica del acoplamiento por inercia, aunque incluso esto se halle teñido de una casualidad característica: “…y dando vueltas violentamente”. Esto sugiere desde el principio que la terminología puramente formalista es insuficiente para capturar la verdadera naturaleza emocional del acontecimiento que explica. Después, deja a cinco pilotos diferentes, seres humanos que han experimentado este fenómeno de primera mano, redefinirlo y describirlo mediante el uso de ejemplos específicos de sus vidas. De este modo, se aproxima al verdadero significado de la frase como hace Didion, conectándolo con acciones e historias humanas particulares.

Este pasaje ayuda a explicar los diferentes papeles de Wolfe que están tanto íntimamente ligados con el suceso que describe, como objetivamente distantes del mismo. Por esta razón, las definiciones de Wolfe son irónicas cuando se comparan con las de Carlyle y Ruskin. Mientras que los sabios seculares victorianos hallan el verdadero significado de las palabras apartándose ellos mismos de la sociedad y uniéndose con las creencias anormales y olvidadas, Wolfe revela el significado real de un acoplamiento por inercia, sumergiéndose él mismo tan a fondo en la cultura de los pilotos que puede utilizar sus propias experiencias para retratarlo. Esta comprensión sobre las interpretaciones dramáticamente divergentes de una palabra construye la credibilidad del escritor ante los ojos del lector, reforzando así su posición como sabio secular con una percepción superior.

En consecuencia, el mundo, según Wolfe, es cognoscible y comprensible, pero arduo de describir, especialmente para aquéllos activamente involucrados en sus mecanismos internos. De hecho, en su prólogo al libro, Wolfe escribe que muchos pilotos le han elogiado por sus esfuerzos al pormenorizar el mundo en el que viven. “Casi todos parecían agradecidos”, escribe, “de que alguien hubiera intentado, y tenía que ser alguien desde fuera, fijar en palabras ciertas cuestiones que para el mismísimo código del piloto siguen siendo tabú en la conversación” (p. xv). En El material apropiado, Wolfe parece comprender la inhabilidad del piloto para articular la seductora cualidad que es el centro de sus vidas, el mismo material que da nombre al libro, tratándolos con respeto (respect). Los surfistas en “La banda de la casa de la bomba” ("The Pump House Gang"), sin embargo, son mucho mejores.

Aquí, Wolfe utiliza la incompetencia de los surfistas para describir su propia vida y mofarse de ella, revelando satíricamente el fracaso de su lenguaje. Didion y Wolfe en el pasaje de más arriba, por otra parte, redefinen los términos mediante un lenguaje completamente diferente del de sus habituales usuarios. Reinterpretan las palabras técnicas en un lenguaje humano, bien el de los pilotos o el de la gente que participa activamente en el proyecto Caltrans. Por tal causa, son incapaces de lograr el mismo nivel burlón que Wolfe elabora aquí, aunque los términos que debate carecen igualmente de significado en las bocas de sus hablantes.

Los surfistas de alrededor de la Casa de la bomba utilizan bastante esa palabra, “misterioso”. Se refiere al misterio del “Oh, poderoso y gigantesco océano pacífico” y a todo lo relacionado con ello. Algunas veces un tipo se queda mirando fijamente al oleaje y dice, “Misterioso” [p. 27].

Wolfe desempeña el papel de un observador interno, adoptando el discurso propio de los surfistas, para mofarse de la incompetencia de la banda de la casa de la bomba para hablar sobre sí misma. Es más, la definición de misterioso gira en torno a dos cosas: una, un misterio, y la otra, simplemente todo lo relacionado con ello. Como en El material adecuado, usa también un ejemplo concreto procedente de las vidas de aquéllos que usaron la palabra, pero incluso aquí escribe como un ventrílocuo: “era inmune, se conectó a toda la estructura, pudo sentir la totalidad del “Oh, poderoso y gigantesco océano pacífico”, pero acabó aniquilado y asesinado. Muy misterioso”.

Un ejemplo posterior sobre las definiciones enfatiza en mayor profundidad los múltiples roles de Wolfe (multiple roles). Wolfe, como Didion, emplaza la palabra fuera entre comillas para erradicarla de su propio vocabulario. Entonces la define como una voz objetivamente periodística (“una quinta de una milla”). Las palabras como sacristanes frigios, sin embargo, no se eliminan visiblemente del resto del texto, ni tampoco se definen. Esto, asume el lector, se debe a que son parte del vocabulario del narrador (el narrador en este punto es un periodista) y no del de los surfistas. Aquí, por tanto, Wolfe es un extranjero, capaz de definir la terminología surfista con un lenguaje específico, casi científico.

Aunque Wolfe define las palabras de un modo ligeramente diferente con respecto a sus predecesores utilizando satíricamente el lenguaje de aquéllos que las emplean, logra el mismo fin y resultado: un comentario introspectivo sobre su propia sociedad. Hacia la conclusión del ensayo, la multiplicidad de voces que distingue mediante los términos surfistas parece derretirse conjuntamente y Wolfe se encuentra en un balanceo, cabalgando sobre un comentario social a paso apresurado durante todo el camino hacia la orilla, aterrizando con un “¡blam, blam!” que denota la muerte de uno de los miembros de la banda y la transitoriedad de toda la subcultura en sí misma. Es esta falta de sentido, esta artificialidad encarnada en una cultura que contempla cualquier edad sobre los veinte con horror, la que Wolfe captura en su definición satírica de lo misterioso.

Sin embargo, ¿qué ocurre si los surfistas o los pilotos no se toman la molestia de definir su mundo y lo hacen los mismos escritores? Wolfe consagra todo un libro intentando delimitar el material apropiado pero al final, sólo puede decir que lo “intentó” (p. xv). Además, nunca ofrece realmente una definición clara sobre lo misterioso, aparte de la explicación ambigua de los surfistas. ¿Se parece por tanto Wolfe a los ingenieros de Caltrans que usan vastas palabras con numerosos significados posibles para decepcionar al lector? O, ¿existe en el mundo moderno una cierta cualidad que lo convierte en algo inexplicable, incluso para los escritores entrenados? Pienso que la respuesta se aproxima más a lo segundo. Realmente, los ingenieros de Caltrans ofrecen su propia definición del proyecto sin ambigüedades (más parques automovilísticos, menos tráfico), aunque no sea completa. Wolfe, por otra parte, rara vez da al lector su interpretación propia y nítida sobre lo misterioso, confiando en su lugar en la sátira y el humor para transmitir los conceptos más generales más allá del término, la transitoriedad de los surfistas como una cultura. En El material apropiado, no localiza específicamente el verdadero significado del “acoplamiento por inercia”, sino que más bien deja que sean las experiencias de los pilotos las que proporcionen al lector un sentido de la palabra. Las vastas verdades sociales se encuentran allí, en el trabajo de Wolfe, pero están ocultas tras las múltiples capas de las diferentes voces que sus definiciones ilustran. Ruskin y Carlyle, por otra parte, detallan claramente ante el lector la verdad que han encontrado, tal y como sus definiciones simples y agresivas demuestran mediante el ataque a la comprensión de lo común. Además, mientras Carlyle y Ruskin están siempre al margen de su sociedad, Didion y Wolfe parecen desplazarse hacia dentro y hacia fuera, incluso en el espacio de una única oración. Quizá, las complejidades de la vida moderna se hayan colado en la no ficción de Didion y de Wolfe, creando un sabio secular moderno que tanto define como refleja la complejidad del mundo en el que vive. El sabio secular ahora, como se manifiesta a través de Wolfe y Didion, constituye tanto una parte de la sociedad como alguien ajeno a la misma.

Sara Suleri lleva esta evolución un paso más allá en Días sin carne (Meatless Days). Ante su absoluta ignorancia sobre el significado de la palabra kapura, despedaza el sentido tradicional del sabio secular, revelando su propia vulnerabilidad y sus propias equivocaciones.

“Sara”, dijo Tillat, su profunda voz prometía sorpresa, “¿sabes lo que son las kapura?”. Yo estaba cocinando y un poco enfadada. “Por supuesto que lo sé”, contesté un tanto ofendida. “Son lechecillas y se cocinan con riñones; están muy buenas”. Los nativos deberían ser siempre nativos, justamente lo que son, y me sentí molesta de que se cuestionara mi propia condición de nativa. Pero el rostro de Tillat era bondadoso y mostraba un conocimiento superior. “Lechecillas no”, dijo amablemente. “Son testículos, eso es lo que los kapura son realmente”. Por supuesto me negué a creerla, seguí cocinando y allí se acabó aquello.

Ciertamente, recibí una respuesta inequívoca: kapura, como carne pura, equivale a un testículo. “Pero”, aquí yo rebusqué en el dulce ámbito de la nomenclatura, “¿no podrían acomodarse también los kapura en otras circunstancias a algo parecido a las lechecillas, que es simplemente un eufemismo para evitar decir que el páncreas no es algo demasiado agradable que comer?”. Nadie, sin embargo, estaba interesado en esta delicadeza. “Pelotas, querida, pelotas”, pronunció alguien lenta y pesadamente, y supe que tenía que dejar el tema [p. 22].

Este pasaje se fija como muchos de los anteriormente debatidos: el escritor comienza con una definición de la palabra, explica sus limitaciones y después, la redefine. Aquí, sin embargo, tanto la definición como la redefinición son incorrectas. Después de que Suleri descubra que kapura no son lechecillas, intenta salvar las apariencias redefiniendo la palabra de modo que lechecillas pueda incluirse de alguna manera en su significado. Pretende “hacer más sutil” la verdad, “rebuscando” torpemente una solución, que en último lugar no prospera. La definición de la palabra más sencilla, más eficiente y más acertada no es la que idea la escritora, sino el significado que todos comprenden comúnmente: “Pelotas, querida, pelotas”.

Suleri, como todos los escritores discutidos, echa marcha atrás en su anécdota y revela un significado más profundo en su fracaso a la hora de delimitar kapura. Debido a la fuerte conexión de la comida con la herencia de uno, la equivocación de Suleri complica su propia identidad. Además, problematiza la relación con su madre (mother), una mujer que, en vez de proporcionarle el verdadero significado del mundo, “astutamente ideó una estrategia” para protegerla del mismo (p. 23). Curiosamente, esto presenta una paradoja. Por una parte, la escritura de Suleri, como la de Didion, es un reflejo de la complejidad del mundo postcolonial en el que la herencia y la identidad son cuestionadas. Por otra, el mundo se presenta como algo elegantemente directo y compuesto de “simples ecuaciones” como “testículos-igual a-kapura” (p. 39). En ocasiones, el significado habitualmente aceptado de una palabra es tan perfecto, que todo lo que el escritor puede hacer es señalarlo y compartir con el lector un momento de temor ante el orden aparentemente innato del mundo. En un pasaje posterior, Suleri enfatiza esto enunciando la frase Jail Road, no con comillas que evidencian su distanciamiento con respecto a la calle, sino con un signo de exclamación que integra la expresión en su prosa, pero que aún sigue transmitiendo sorpresa ante la eficiencia de este “simple y exacto apelativo” (p. 47).

El sabio secular, por tanto, ha pasado por cambios drásticos de identidad mientras utilizaba, durante más de un siglo, las mismas técnicas. Definiendo y redefiniendo palabras, los escritores de no ficción desde Carlyle y Ruskin hasta Wolfe y Suleri han desvelado importantes verdades sobre su sociedad. Aunque las verdades iluminadas podrían ser similares-- los efectos negativos de una confianza en la tecnología artificial-- el papel del sabio secular se ha vuelto muy diferente. Desde una voz estrictamente periférica dentro de una sociedad extraviada, el sabio secular victoriano ha evolucionado hasta ser un complejo individuo tanto aparte del mundo y así, capaz de definirlo verazmente, como inserto en el mismo y así, sólo hábil para reflejar sus incertidumbres.

Referencias

Carlyle, Thomas. "Signs of the Times." The Victorian Web. [texto]

Didion, Joan. The White Album. Nueva York: The Noonday Press, 2000.

Landow, George. Elegant Jeremiahs: The Sage from Carlyle to Mailer. Ítaca: Cornell UP, 1986. The Victorian Web. [texto]

Ruskin, John. The Genius of John Ruskin: Selections from His Writings. "The Stones of Venice." John D. Rosenberg, ed. Charlottesville: University de Virginia Press, 1998.

Suleri, Sara. Meatless Days. Chicago: The University of Chicago Press, 1991.

Wolfe, Tom. "The Pump House Gang."

Wolfe, Tom. The Right Stuff. Nueva York: Bantam Books, 1980.


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Modificado por última vez el 11 de marzo de 2007; traducido el 18 octubre de 2012