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a controversia Eyre y la cuestión de la reforma estuvieron estrechamente relacionadas en la mentalidad pública, y ambas constituyeron en sí mismas tópicos de fundamental importancia sobre el debate parlamentario durante la primavera de 1866, cuando Inglaterra se vio perturbada por turbulencias sociales de una naturaleza desconocida desde 1848. La rebelión de Jamaica, brutalmente suprimida por el gobernador Eyre, había tenido lugar durante el otoño de 1865, y durante todo 1866 hubo disturbios fenianos tanto en Irlanda como en Inglaterra. En julio, estalló un disturbio cuando los oficiales públicos intentaron evitar un encuentro público en Hyde Park. Bajo estas circunstancias, Disraeli, percibiendo que la reforma era inevitable, introdujo el proyecto de ley que tras modificaciones considerables, se convirtió en ley en agosto de 1867.

“Disparando Niágara” responde directamente al segundo proyecto de reforma y se publicó en agosto de 1867, el mes en el que recibió su tercera lectura definitiva, pero aborda también la intranquilidad social representada por los motines de Hyde Park y la rebelión en Jamaica. Como Panfletos de nuestros días, “Disparando Niágara” es una polémica amarga y desesperante como reacción a los acontecimientos tanto personales como públicos; su tono es completamente diferente del estado de ánimo de la apertura inaugural pronunciada justo dos años antes y que había concluido como Pasado y presente con las palabras optimistas de “Símbolo” de Goethe: “¡Os pedimos que conservéis la esperanza!” (CME, 4: 482). Aunque las críticas de “Disparando Niágara” están dirigidas contra del proyecto de reforma a la que se considera sintomática de los problemas sociales de Inglaterra, éstas no buscaron invertir tal proyecto (apareció demasiado tarde como para afectar el desenlace del debate parlamentario), sino exhortar una reforma aún más radical que circunvalara por completo el parlamento. Incluso esto no fue totalmente novedoso, y el análisis de Carlyle sobre los problemas sociales de Inglaterra sigue siendo aquí fundamentalmente el mismo que el de Cartismo, Pasado y presente y Panfletos de nuestros días. Pero alteró significativamente (significantly altered) sus propuestas rehaciéndolas en términos del cambio desde lo ideal hasta lo real que había efectuado en Federico el grande y como respuesta a la controversia Eyre.

En la primera parte del ensayo, Carlyle parece regresar a una fase anterior de su crítica social cuando apela a una aristocracia especulativa (i.e. religioso-literaria) para “restaurar a Dios y lo que fuera divino en las tradiciones y hazañas registradas de la humanidad” (CME, 5: 30; la sección en la que este pasaje aparece no fue incluida en la revista Macmillan donde el ensayo se publicó por primera vez), una aristocracia industrial que restableciera la justicia y la honestidad “construyendo” [166/167] una economía basada, no en los contratos temporales, sino en las relaciones que “permanecerán hasta el Día del Juicio” (CME, 5: 34); y una aristocracia con título de nobleza que restaurara la jerarquía y reinara como reyes en sus Estados. Imagina a estas aristocracias religiosas, económicas y políticas trabajando pacífica y conjuntamente, al margen de las instituciones formales del gobierno hasta que su estima pública se eleva y su autoridad se reconoce. El propósito sería cambiar las instituciones sociales modificando las creencias del pueblo; el público obedecería a estas aristocracias, no porque fuera coaccionado, sino porque habría llegado a creer en ellas. Pero, como el ensayo prosigue, queda claro que el Carlyle de Panfletos de nuestros días y de Federico el grande quien cree que ningún “argumento del intelecto humano” puede mutar a sus contemporáneos, no ha desaparecido (CME, 5: 4). Los aristócratas especuladores, concluye, continuarán “desperdiciándose a sí mismos” en la “Literatura” (que dentro de cincuenta años se hundirá “al rango de música callejera”); la aristocracia industrial seguirá produciendo bienes “baratos y asquerosos”, expoliando a las ciudades, y explotando el trabajo, y la aristocracia política, incluso los conservadores (está pensando en los seguidores de Disraeli que apoyaron el proyecto de reforma) se afanarán por confinarse a sí mismos para egoístamente servir a la política parlamentaria (CME, 5: 24, 26; esto apareció en el pasaje que no se incluyó en la revista Macmillan; véase más arriba).

Como en Federico el grande, el ideal cede ante lo real, y Carlyle se vuelve hacia la guerra en vez de hacia el arte como el instrumento transformador de la nación, imaginando un escenario en el que las algaradas sociales como la rebelión jamaicana y los disturbios de Hyde Park se multiplicarán hasta que Inglaterra se sumerja en una guerra civil abierta. Bajo estas condiciones, la aristocracia literaria que carece de poder, y la aristocracia económica privada de cultura, serán ambas impotentes, de modo que le quedará a la aristocracia política la restauración del orden social mediante la fuerza militar. Por oposición al aristócrata pacífico al que inicialmente retrata como a aquel que “moldea y organiza todo hasta que tanto su pueblo como su potestad se correspondan gradualmente con el ideal que ha formado… Hasta que todos los entornos de un noble se ennoblezcan como él mismo”, imagina un vestigio salvador de guerreros con título que convierten sus Estados en terrenos de entrenamiento donde establecen el orden mediante la disciplina militar (CME, 5: 37; énfasis añadido).

Carlyle concibe así una transformación radical de la sociedad sobre la base del retrato de Federico y de la defensa del gobernador Eyre. Cuando argumenta que Inglaterra no puede sobrevivir bajo una ley común, que debe abrazar la ley marcial que, afirma, es “anterior a todas las leyes escritas” [167/168] y “coetánea de la sociedad humana”, se está refiriendo directamente al caso Eyre y respondiendo a las seis horas de perorata del jefe de justicia Alexander Cockburn en las que argumentaba que “la ley de Inglaterra no conocía tal cosa como la 'ley marcial'” (CME, 5:12; Semmel, 153). Semmel explica que “la ley marcial sólo podía usarse legalmente para suprimir una revuelta y que cuando se empleaba para castigar un delito, era ilegal” (146; véase 128ff). Varios cientos de personas fueron ejecutadas y muchas flageladas cuando Edward Eyre, gobernador de Jamaica, declaró la ley marcial como respuesta a un levantamiento local. Entre aquellos ejecutados estaba George Gordon, un reconocido crítico del gobierno colonial, que fue ilegalmente transportado hasta la zona en la que se aplicaba la ley y ejecutado con el consentimiento de Eyre.

La cuestión que afectó a muchos fue que si Eyre podía recurrir a la ley marcial para castigar a Gordon, entonces ésta podía también declararse en Inglaterra para privar a los ciudadanos de sus derechos legítimos. Carlyle, consideraba asimismo el caso relevante para Inglaterra (la referencia al caso Eyre estuvo precedida por una discusión sobre el disturbio en Hyde Park), pero invierte los términos; mientras otros argumentan que, puesto que lo que Eyre hizo habría sido intolerable e ilegal en Inglaterra y que fue un error hacerlo en Jamaica, Carlyle debate que la aristocracia inglesa necesitaría actuar como Eyre en Jamaica, que sólo la disciplina militar puede producir el orden social. Como en Federico el grande, ya no imagina que el héroe poético pueda crear una creencia que genere un orden social, sino que insiste en que el orden social debe ser desencadenado por un poder político coercitivo. De hecho, entretejiendo las diversas hebras del razonamiento, supone a Federico el grande y a Friedrich Wilhelm transformando la isla caribeña de La Dominica (un suplente de Jamaica o incluso de las Islas británicas) en un reino fértil que encarnaría su ideal de una sociedad marcial y jerárquica, el terreno inferior trabajado por un millón de esclavos negros y la porción más elevada de la isla (“salubre y encantadora para el europeo”), ocupada por cientos de miles de propietarios blancos de esclavos (CME, 5: 17). No hubo nada en la política del momento que empujara a Carlyle hacia esta visión aberrante. Fue simplemente su inhabilidad para imaginar cualquier alternativa, en concreto, su incapacidad para encontrar una fuente de autoridad en la literatura y en los procesos de formación cultural.


Actualizado por última vez el 6 de julio de 2004; traducido el 31 de julio de 2012